THE OBJECTIVE
Andrea Mármol

El millennial satisfecho

Buscábamos, el otro día, un fin de semana libre durante el mes de junio en el que había de acontecer una extraordinaria jornada de trabajo. Éramos no pocas personas las que habían de coordinarse y tres de las fechas propuestas se rechazaron porque existían bodas programadas aquellos mismos días a las que algunos compañeros no podían dejar de ir. 

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El millennial satisfecho

Buscábamos, el otro día, un fin de semana libre durante el mes de junio en el que había de acontecer una extraordinaria jornada de trabajo. Éramos no pocas personas las que habían de coordinarse y tres de las fechas propuestas se rechazaron porque existían bodas programadas aquellos mismos días a las que algunos compañeros no podían dejar de ir.

Que cada uno sobrelleva el peso de sus dolencias de la mejor manera que puede va de suyo, pero el tridente nupcial repentino hizo que lo primero que se me pasara por la cabeza fuera el infundado vaticinio: “qué pocas probabilidades habrá de que las tres acaben celebrándose”. Por fortuna, el exabrupto que ahora parece a todas luces y que de haber verbalizado hubiese hecho de mí una mocosa insolente no llegué a pronunciarlo. Y sin embargo, me dio mucho que pensar desde entonces: la gente sigue contrayendo los matrimonios planeados con ilusión y alegría y esperanza.

Nunca fui una descreída del compromiso ni en fondo ni en forma, así que mi inquietud sólo podía ser fruto de la inmediatez apenas perceptible que permea casi todos los aspectos de las rutinas de hoy. Es sintomático que las relaciones sentimentales planeadas a años vista se antojen como algo extraordinario, pero para la generación de los padres separados, de los fines de semana en la casa de la playa de turno, y de las mariposas de Tinder en el estómago, la planificación de un enlace matrimonial constituye, como sucede con las despedidas de soltero o el adiós definitivo al quinto primer amor, poco más que un ritual nostálgico.

Los llamados ‘millennials’ somos hijos de la satisfacción inmediata. ¿Qué libro quieres leer? ¿En qué exótico país oriental quieres inspirar la cena a domicilio de este domingo? ¿Con qué usuario de la red social de ligue quieres una cita? ¿Cuántas temporadas de la última producción de Netflix quieres ver este fin de semana? Todas esas demandas, no tan superficiales como parecen, tienen una oferta inmediata y nunca hemos tenido que atravesar un calvario para satisfacer esas necesidades. Son todas ellas menos triviales si uno se detiene a comprobar que estas conforman la práctica totalidad de nuestro ocio, lo cual hace que no sea descabellado pensar que no estamos dispuestos a esperar para divertirnos, que la vida de nuestras expectativas emocionales es cada vez más corta y nuestra disposición a fiar la alegría al largo plazo, más pequeña.

Hasta el punto que nos parece entrañable haber de esperar una semana para ver el próximo capítulo ya producido de una serie o a que traduzcan al español la última novela de moda que ya conocemos y cuyo ejemplar en inglés almacenamos hace meses en la estantería. Rituales pensados para alargar el tiempo de regocijo de aquellas cosas que a veces nos hacen felices y que cada vez generan más rechazo por cuanto exigen de nosotros un portazo a la satisfacción inmediata con la que hemos vivido, en fin, desde casi siempre. El señorito satisfecho de Ortega, el millennial de hoy.

¿Sabremos sacrificar esta satisfacción inmediata por otras de más tardar con el paso de los años? ¿Estamos abocados a conciliarlas? Quizás, algún día, nos pondremos nostálgicos y volveremos a acudir a la casa de fotos una vez al mes para revelar fotografías desconocidas, en un ejercicio casi de reaccionarismo estético. Pero para ello alguien tendrá que explicarnos qué hay de malo en almacenar cincuenta veces más fotografías que antaño, en las que, para más inri, no parpadeamos por el flash: ¡aquel flash!, que hoy es sólo signo de la más remota infancia.

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