THE OBJECTIVE
Carlos Esteban

El misionero sin fe

Occidente está enfermo de cristianismo.

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El misionero sin fe

Occidente está enfermo de cristianismo.

Sé que no lo parece, y que quizá suene raro que lo diga yo, católico, apostólico y romano. Pero es lo que hay. A Occidente le llamábamos antes la Cristiandad, y con buenas razones, que bien mirado era eso, el ethos cristiano empapando un mundo imaginado por Grecia, ordenado por Roma y repoblado por las tribus del Norte. ¿La Ilustración? Oh, seguro que alguna vez se les ha ocurrido preguntarse por qué no ha habido nada parecido en otras culturas viejas como la humanidad, en China o la India. La respuesta es que la Ilustración no fue más que denunciar a Cristo en nombre de las premisas cristianas más enloquecidas, increíbles y antiintuitivas.

A usted, mi muy moderno lector, podrá parecerle de sentido común que todos los hombres son iguales, poseedores uno por uno de iguales derechos, e incluso que quienes sufren, las víctimas, los vencidos, merecen una especial consideración y debe prestárseles una atención particular. Pero le desafío a que me encuentre esas ideas en alguna otra parte, en el tiempo o en el espacio.

Occidente ha enloquecido de sostener que los últimos serán los primeros después de desconectar esta paradoja de la Iglesia que primero la enunció. Europa se ha vuelto loca mirando un instrumento de tortura para esclavos por todas partes, la cruz, e identificándose con el perdedor. La culpa, ahora sin redención, ha vuelto masoquista a nuestro pueblo en un curioso narcisismo invertido: seguimos siendo el ombligo del mundo, los más importantes, pero si antes era por listos y avanzados, ahora es porque nadie ha sido más explotador y más cruel. No es, naturalmente, cierto, pero eso da igual: tenemos que ser lo más, siempre.

Quizá sea esa culpa gigante la que ha derivado en pulsión de muerte. Queremos, como civilización, morir. Ninguna otra pide a gritos ser invadida. Ninguna otra mueve Roma con Santiago para excusar a quien la ataca y se conjura para su destrucción y, desoyendo los unívocos y repetidos mensajes del atacante, busca en alambicados silogismos el modo de encontrarse culpable de las ofensas ajenas.

En Alemania, la policía tiene órdenes expresas de ningunear los delitos de los inmigrantes; en Gran Bretaña, el ex primer ministro británico, David Cameron, llegó a decir que son los británicos de cepa quienes deben adaptarse a los musulmanes recién llegados; en Francia las instancias oficiales aseguran que el islam es una tradición francesa y en Suecia un ministro declaró con entusiasmo que el objetivo era que su país acabara pareciéndose a África. Suecia. A África. Asimilen eso.

En cierto modo, es una sofisticada forma de paletismo. Cada pueblo tiene sus valores, pero Occidente ha llegado a convencerse de que los suyos son universales, que son los valores por defecto de la humanidad, y que lo único que nos distingue de los otros pueblos son pintorescos rituales o, en el peor de los casos, deplorables malentendidos culturales. Occidente, al final, sigue siendo el ingenuo misionero de Birmingham convencido de que los nativos, en cuanto uno se lo explique despacito, aceptarán que la homosexualidad es una forma de vida tan válida como su contraria y que las diferencias entre hombres y mujeres son socialmente irrelevantes.

 

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