THE OBJECTIVE
Laura Ferrero

El noble arte de esperar

Tardé mucho en escribir –y en terminar– mi novela porque estaba esperando que algo mágico sucediera. Escribir es, a veces, esperar, mantener una puerta abierta que solo se cierra cuando llegas al final. Mientras la escribía, me llenaba el convencimiento de estar contando una historia cuando, en realidad, lo que hacía era esperar. Esto, claro, es algo que no se puede contar en las entrevistas: “Escribí mi primera novela para esperar”, porque en ese hipotético caso a una le llega el turno de escuchar la réplica: “¿Y qué esperabas?”.

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El noble arte de esperar

Tardé mucho en escribir –y en terminar– mi novela porque estaba esperando que algo mágico sucediera. Escribir es, a veces, esperar, mantener una puerta abierta que solo se cierra cuando llegas al final. Mientras la escribía, me llenaba el convencimiento de estar contando una historia cuando, en realidad, lo que hacía era esperar. Esto, claro, es algo que no se puede contar en las entrevistas: “Escribí mi primera novela para esperar”, porque en ese hipotético caso a una le llega el turno de escuchar la réplica: “¿Y qué esperabas?”.

Esperamos todo el tiempo. Al otro, a los otros. Al autobús. A que el agua hierva. A que el niño crezca y llene el jersey del hermano. Esperamos a que llegue la Navidad, a que se marche el invierno. A Godot. A que termine la publicidad. En la espera hay mucho de deseo, pero también de miedo, del anhelo de modificar el curso de los acontecimientos o al menos de controlarlo, como aquel título del libro de Peter Handke, Cuando desear todavía era útil.

“Esperar es hacerse amigo de la paradoja”, dice Andrea Köhler en El tiempo regalado, un ensayo –una pequeña joya– sobre la espera. Nunca había pensado en la espera como en ese lapsus de tiempo que regalamos, ya sea unos minutos, unos años o toda la vida.

Incluso esa hora azul de la que hablaba Joan Didion no deja de ser la promesa de la cercanía de la noche. Tampoco nunca había pensado en la cantidad de veces que la espera se relaciona con el amor. En los Fragmentos del discurso amoroso Roland Barthes afirmaba que “La fatal identidad del que ama no es otra cosa que ese ‘yo soy el que espera’”. Por último, yo tampoco nunca había reparado en la cantidad de veces que la espera se relaciona con la escritura. Relatar es detener el tiempo. Como Sheherezade, que quería demorar su muerte contando historias, fijando la vida hacia otro lado.

Desde el punto de vista histórico, el discurso de la ausencia, de la espera, lo hace la mujer, como aquella eterna Penélope que teje y canta. Pero también hay hombres que esperan. Proust, sin ir más lejos. Y ahora me viene a la cabeza un poema de Raquel Llanseros que habla de un hombre detenido mientras remueve los posos del café:

“No hay desdicha que le haya sido ajena.
No existe humillación que desconozca.
Es por eso que sabe hablar de amor.
Es por eso que espera”

Escribir es tejer el pensar. Escribimos para conjurar el futuro. Para que pase algo. Para que alguien o algo, para que mañana, para que dejes de, para que un día. La espera tiene límite, como lo tiene la vida. Pero mientras se escribe, mientras se vive, se espera, se mantiene esa ilusión, la de que está deteniendo un poco el tiempo. La de que hay esperanza.

Hay veces en las que uno escribe para resucitar a los muertos. Pero los muertos nunca vuelven, o lo hacen en forma de pregunta de una entrevista.

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