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Alexandra Gil

El odio se viste de verde

«Lo cierto es que a Le Pen no le interesa lo más mínimo el futuro del planeta más allá de sus propias fronteras»

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El odio se viste de verde

Poco tardó Marine Le Pen en felicitar al líder de VOX por sus resultados en los comicios del pasado 10 de noviembre. Y poco deberíamos tardar en prever los próximos escenarios dialécticos a los que podrían virar los de Abascal tras el salto delante de su formación. Tal y como ocurre con la materialización de los radicalismos, a la extrema derecha solo se la puede combatir previendo sus movimientos futuros, anticipando la respuesta y huyendo de la incansable trampa con que trata de convertir, a medios de comunicación y ciudadanos, en altavoces de una agenda centrada en el miedo al otro y el discurso de odio.

La líder de la ultraderecha francesa puede servirnos como ejemplo práctico de las carambolas lingüísticas que podrían, a medio plazo, vislumbrarse como nuevos nichos narrativos de su homólogo español. Le Pen tampoco se siente cómoda abordando los retos ecológicos. Pero ni el coqueteo con el negacionismo climático ni su posterior instrumentalización ecológica son posturas nuevas (Blut und Boden, sangre y tierra, fue una de las divisas del nazismo), ni por supuesto, estos postulados le son exclusivos en la actualidad.

Otros partidos, como el alemán Die Republikaner o el holandés PVV solo abandonan el ecoescepticismo cuando con tal hazaña ven posible defender sus posiciones anti-inmigración y el informe Convenient Truths que vio la luz en febrero nos permite estudiar y comparar la instrumentalización que hacen de la ecología, no uno, sino una veintena de partidos de extrema derecha en Europa.

Sin salir de Francia, recordaremos que en 1991, Jean Marie Le Pen definía la ecología como la nueva “religión de la burguesía bohemia” mientras que su entonces número dos, Bruno Megret, se servía de este nicho con fines única y exclusivamente identitarios: “No queremos ser los mamuts o los pandas de la especie humana. ¿Por qué deberíamos luchar por la preservación de las especies animales y al mismo tiempo aceptar un mestizaje generalizado?”. Lo olvidaba: por supuesto, la impostura del ecofascismo se deja atravesar por una teoría que, en 2011 y con la publicación del libro de Renaud Camus, terminaría de materializarse como la Teoría de la gran sustitución: a las poblaciones nativas de los países occidentales le sustituirán otras, las extranjeras, presentadas como una amenaza a las tierras -que no territorios- que la extrema derecha proclama proteger.

Para encontrar trazas de esta trampa dialéctica, viajemos a enero de 2017. Juzgaba entonces Marine Le Pen como “útil” que existieran “debates” sobre el calentamiento global, utilizando como pretexto que no se trataba de una “religión” que hubiera que profesar con pasión militante.

Pareciera que la líder ultraderechista se alejaba de su postura inicial, la defendida ya en 2012, cuando decía no estar segura del impacto que la actividad humana tenía en el cambio climático. De hecho, en su programa de 2012 las alusiones a la ecología eran vagas, repletas de contradicciones, y no existía mención alguna al calentamiento global. Pero lo cierto es que abriendo la veda a ese “debate”, la líder de la ultraderecha ponía de nuevo en práctica esa fobia a la ciencia y a las instituciones solventes tan propia de los extremismos, y vehiculaba así ante los franceses la peligrosa idea de que ambas voces, la del negacionismo y la de la ciencia, merecían un contraste en igualdad de armas.

Atrapada en un vaivén de paradojas dentro de sus propias propuestas ecologistas, -en Francia se suele bromear con las contradicciones de Le Pen en su postura sobre la energía nuclear- la líder del antiguo FN sostiene con frecuencia que ella “no es científica del clima”. Idéntica respuesta a la ofrecida por Abascal en julio cuando, preguntado en Atresmedia por su postura ante el cambio climático, explicó entre risas que aunque le gustaba “el campo”, estaba “fuera de ese debate”. Tanto para quien se dice “abierta” a éste como para el que se excluye del mismo, la idea que se transmite no varía: el cambio climático es debatible.

Especialista en las carambolas lingüísticas, cuando a Le Pen no le queda más remedio que plegarse a la obviedad para colarse en la agenda, se cuida mucho de pronunciar expresiones como “preservación de las especies” o “biodiversidad”; ella prefiere “respeto de las leyes de la naturaleza”. Esas leyes envían al francés un mensaje de orden, de jerarquía. Le remite a un imaginario propietarista de su suelo, su tierra, en definitiva, de su territorio. Mensaje que la líder apuntala cuando apela a la responsabilidad para con “el planeta que vamos a dejar a nuestros hijos”. Los nuestros, los de siempre, los de nuestra línea de sucesión, los franceses. La familia, claro. Y por supuesto, si vamos a dejar esta tierra a “los nuestros” nos corresponde seleccionar cautelosamente quién accede a ella, entendiendo por Tierra” “territorio”, y por “territorio”, “fronteras”.

Proteger la Tierra lleva implícita la amenaza, pero en esto, la extrema derecha tampoco comparte un enemigo común. Aunando conceptos como “Propiedad”, “protección”, “herencia para nuestros hijos” se incentiva un vínculo patrimonial con la naturaleza. ¿Y qué hay más “nuestro” que el recuerdo de los ancestros labrando la tierra? ¿Qué hay más hostil que imaginar al extranjero apropiándose de ella y, por extensión, de nuestros recuerdos de infancia? Cuando la extrema derecha agita la bandera verde, lo hace con la única finalidad de catapultar, desde una arista aparentemente menos hostil, su ideal de sociedad plegada en sí misma. El ecofascismo no es un compendio de medidas ecológicas puestas en marcha por partidos de extrema derecha: es la capacidad circense que éstos tienen de utilizar un tema muy presente en la agenda para seguir transmitiendo xenofobia, nacionalismo y angustia ante el progreso.

La líder de la ultraderecha francesa ha ido acomodando su discurso contra el maltrato animal en los últimos siete años, reafirmando su postura contra el “sacrificio ritual sin aturdimiento previo”. En el camino, eso sí, ha ido intercalando el matiz que explica el fervor de su postura: “Casi el 90% de los mataderos son hallal en Francia”, repetía en campaña en 2017. En 2012 ya había logrado marcar el imaginario de los franceses con una falsedad que dio la vuelta al hexágono en todas las cadenas de televisión: “La totalidad de la carne que se vende en Francia es exclusivamente carne hallal”. Este observatorio del compromiso animal de los políticos franceses nos recuerda, sin embargo, que Marine Le Pen se opone a la prohibición de las corridas de toros y también a que existan menús de substitución, sin carne, en las cantinas (y esto, en defensa del laicismo).

Lo cierto es que a Le Pen no le interesa lo más mínimo el futuro del planeta más allá de sus propias fronteras. Tampoco es previsible que la utilización de la ecología por parte de estos partidos tenga que ver con la angustia climática global. De hecho, si hay un desafío ante el que el mulitilateralismo es necesario es precisamente el que plantea el calentamiento del planeta. Y la extrema derecha es y será, por definición, antiglobalista.

Durante los próximos años, la evidencia del calentamiento global les llevará hacer de este filón un nuevo altavoz del repliegue identitario. Nos acostumbraremos a presenciar una paulatina dulcificación de su hostilidad hacia la ecología. Cuando suceda, recuerde que tras un halo verde de preocupación por el planeta, el mensaje proteccionista vinculará nativismo, identidad y sacralización casi mística de una tierra legada por antepasados para ser a su vez legada a los descendientes.

La meta no es otra que avivar el miedo y la desconfianza. El mensaje es claro: confíe en su hermano antes que en su primo lejano, en éste frente a su vecino, y proteja a ambos del extranjero.

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