THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

El pecado de gula cuaresmal

«Hoy ‘el noble y el villano, el prohombre y el gusano’ comparten el gusto por el potaje de vigilia y otros ‘hits’ de la cocina cuaresmal como si no hubiéramos sufrido siglos de Inquisición»

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El pecado de gula cuaresmal

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Hoy, domingo de Ramos, se celebra en el calendario cristiano la entrada triunfal de Jesús de Nazaret en Jerusalén, según cuentan los evangelios de San Mateo y San Marcos. Es el inicio de la Semana Santa, que marca la recta final de la Cuaresma tras los 40 días preceptivos de ayuno y abstinencia. Tiempo de expiación y arrepentimiento antes de la celebración de la Pascua.

En una sociedad cada vez más descreída y laica, esta costumbre de purificación espiritual a través de la dieta alimenticia suena un tanto extravagante y acaso más propia de una película de John Schlesinger o una novela de Dan Brown. Sin embargo, en la piel de toro tuvo valor de ley casi hasta el advenimiento de la democracia, a pesar de que el españolito medio se las apañara, desde tiempos inmemoriales, para saltarse como fuese la vigilia jugando con los límites interpretativos de la norma.

«Nada queda ya de aquel antiguo rigor que con el tiempo ha caído en desuso, no por corrupción de disciplina sino por disminución de fervor, que ha creado muelles costumbres y por la degeneración de la raza que no consiente hoy tales privaciones», se quejaban en 1904 Francesc Puig y Alfonso Lassus en su libro Cocina de Cuaresma. Ha llovido bastante desde entonces y los patrones morales han cambiado drásticamente, aunque no tanto los hábitos alimenticios.

En la actualidad, según el Barómetro 2020 del CIS, sólo un 62,1% de nuestros compatriotas se declaran católicos y apenas un 18,3% se dicen católicos practicantes. Lo cual, para mí, que peco de agnóstico, es más que comprensible. Lo que no me parece razonable es que, con tanto indiferente y ateo que circula por ahí, se siga agotando en estas fechas el bacalao en los mercados, como cuando España era el bastión cristiano de Europa. ¿Alguien puede explicarlo?

Hay un óleo de Pieter Brueghel el Viejo, que se exhibe en el Kunsthistorisches Museum de Viena, donde se muestra el Combate entre Carnaval y Cuaresma (1550). La estampa popular, típica de la época, se sitúa en la plaza de una villa, con la posada de un lado y la iglesia del otro. Esa lucha entre la virtud y los excesos, en el centro una muchedumbre entregada a las actividades de un día de mercado, quizá reflejase la disyuntiva de tiempos pretéritos, pero de ningún modo la actual. 

Hoy «el noble y el villano, el prohombre y el gusano» –como diría la canción de Serrat– comparten el gusto por el potaje de vigilia y otros hits de la cocina cuaresmal como si no hubiéramos sufrido siglos de Inquisición. Lo suyo habría sido, en justa revancha anticlerical, boicotear esos condumios y concedernos a nosotros mismos aquella famosa bula de carne que obtenían antaño los más adinerados, mediante óbolo al obispo o al párroco local, para saltarse el precepto culinario sin el menor sentimiento de culpa. 

¿Será que las recetas tradicionales de pescado y repostería, propias de estas fechas, han hecho mella de tal forma en el gusto del comensal moderno que ha terminado por adoptarlas cual placeres estacionales? Así, en su calendario hedonista, el foodie de nuestros días tiene marcado en rojo, con la llegada de la primavera, su cita ineludible con alcachofas, espárragos, colmenillas, perrechicos, bacalao con garbanzos y torrijas. 

Esta observancia pretérita de la penitencia, que Ana Vega Pérez de Arlucea describía en un artículo como «un período triste, aburrido y parco en goces culinarios», ha dado lugar a no pocos tratados de antropología culinaria, entre los cuales mis favoritos son Ayunos y abstinencias (1914) de Ignacio Doménech y F. Martí, La cocina de Cuaresma (1996) de Raquel F. Morán y Comer como Dios manda (1998) de Luis Jacinto García. Hoy todos eso puede parecernos a algunos un tanto exagerado y casi risible –sobre todo, en las restricciones sociales y hasta sexuales que imponía la Iglesia–, pero el recetario que ha quedado enraizado en nuestra dieta primaveral ya no es tanto una penitencia como una fuente de placer para creyentes y no creyentes. Para muestra, mis dos platos favoritos de estos días: el potaje de bacalao, espinacas y garbanzos y las torrijas. ¡Puro pecado de gula cuaresmal, oiga!

El primero figura en la oferta de temporada de cualquier restaurante celtíbero que se precie. La receta, de la cual ya hablaba Quevedo, tiene un origen inevitablemente conventual y aparece en clásicos como el Arte de Cocina (1711) de Martínez Montiño o el Diccionario de Cocina (1892) de Ángel Muro (1892), aunque en ninguno de ellos se cita el gadus morhua como ingrediente esencial. Tuvieron que ser Emilia Pardo Bazán en La cocina española antigua (1913) y Picadillo en La cocina práctica (1915) quienes por fin atribuyeran al gádido el papel protagonista que merece. El resto es historia y versiones cada vez más perfeccionadas del guiso que incluyen huevo duro, ajada con pimentón o –últimamente y casi sin venir a cuento– el añadido de gambas o almejas para jugar a nuevos ricos.   

Ya sea preparado al modo clásico o introduciendo dudosas variaciones, este plato de cuchara genera tantos adeptos que muchos mesoneros prefieren mantenerlo fuera de carta, como sugerencia del día, para que los parroquianos no se obcequen con él como su fuera un mantra culinario primaveral. Les confesaré que yo acudo cada año a la cita salivando, dudando sólo con qué vino acompañaré la fiesta. ¿Acaso un gamay, una garnacha de Gredos, una mencía berciana o un bastardo de la Ribeira Sacra? Desde luego, nada de sobre-madurez, grado elevado o madera marcada. ¿Y por qué no un fino en rama de Jerez? ¡Toma claro! En cuanto a dónde comerlo, en Madrid existen infinidad de casas que los proponen antes, durante y después de la Cuaresma. En clave tradicional, nos encanta cómo lo hacen en De La Riva, Sal Negra, La Bien Aparecida y García de la Navarra

Pero el rico potaje se quedaría triste y casi huérfano sin la compañía de las humildes torrijas. Un trozo de pan frito, remojado en leche u otra cosa y endulzado con un poco de azúcar. ¿Alguien podía imaginar algo más simple y delicioso para sacar partido al chusco endurecido del día anterior? 

Esta cocina golosa del aprovechamiento, tan querida de nuestras madres y abuelas, se remonta muchos siglos atrás a épocas medievales, ya fuera en entornos conventuales, árabes o sefarditas, e incluso al Imperio Romano si tenemos en cuenta que Apicio ya describe un antecedente del pan frito azucarado en De re coquinaria. Luego hay una cita de las tostées dorées (tostadas doradas) en el recetario Le viandier de Guillaume Tirel (alias Taillevent), publicado en Francia en el siglo XV, donde las susodichas se mojan en yema de huevo batido para freírse luego en sartén y presentarse espolvoreadas con azúcar. Un siglo después, autores españoles como Hernández de Maceras o Martínez Motiño darían constancia en sus escritos de la popularización de dicha receta en la piel de toro, ya estuviera el pan mojado en almíbar, leche con canela, huevo o incluso vino, dependiendo –como recuerda Rogelio Enríquez en la web de la Academia Madrileña de Gastronomía– “de las posibilidades económicas de cada casa”.

En nuestra querida Villa y Corte, las torrijas son casi una religión, se disfrutan todo el año y hay establecimientos históricos que han hecho de ellas su santo y seña, empezando por la centenaria Taberna de Antonio Sánchez, donde cuentan que gustaba ir a comerlas el mismísimo Alfonso XIII. En mi ruta capitalina de dicha golosina figuran reposterías con pedigrí como El  Riojano, La Duquesita o la Antigua Pastelería El Pozo, pero también tascas ilustradas como Sylkar o restaurantes postineros como Viavélez, La Manduca de Azagra o Urretxu, el último de los cuales ejecuta notablemente –no en vano Íñigo Pérez fue alumno suyo– la versión creada en los 90 por Martín Beresategui con brioche mojado en natillas y luego caramelizado. 

Aún valorando como la cima gastronómica las torrijas del maestro de Lasarte y sus discípulos, personalmente las que más echo de menos son las que hacía el fallecido Luis Bombín, cocinero que fue de Goizeko Kabi, Dantxari, Jota Cinco y otras reputados establecimientos madrileños, que tenía una mano especial para este bocado y lo solía acompañar con helado de café o de pan negro. 

Como afrancesado irredento que soy, no puedo dejar de reivindicar aquí la versión gabacha de esta receta que, durante mis años parisinos, no dejaba de pedir cada vez que la descubría en la carta de numerosos bistrots y de algún comedor de ringorrango. Aunque el pain perdu es considerado por los gourmands del Hexágono como una preparación más propia de ágapes familiares que de restaurantes estrellados, chefs desprejuiciados como Alain Ducasse, Christian Constant, Helène Darroze, Jean-François Piège, Yves Camdeborde o Cyril Lignac han defendido siempre el poder evocador de este postre modesto, que nos retrotrae no tanto a tiempos oscuros de dietas impuestas sino a un periodo feliz de inocencia y juegos. Piensen en regarlo con un Madeira Sercial o un oloroso jerezano bien seco y elijan una lectura o película adecuadas para disfrutar después de un rato de sosiego y recogimiento espiritual. 

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