THE OBJECTIVE
Ferran Caballero

El populismo es un paternalismo

Cuenta Kundera en su Libro de la risa y el olvido el chiste de un hombre que “está vomitando en la plaza de Wenceslao, en Praga. Otro hombre pasa a su lado, lo mira y hace un triste gesto afirmativo con la cabeza: «Le acompaño en el sentimiento»”. A Bret Stephens, la broma le recuerda al Partido Republicano de Trump. A mi, a nuestros propios populistas y al paternalismo con el que suelen tratarnos. Un paternalismo que nada tiene que ver con el del padre, que cura porque consuela, ni con el del doctor, que consuela porque cura. Por mucho que les veamos presumir de doctorados cum laude y de bebés congresistas, su paternalismo ni cura ni consuela ni lo pretende. Lo que pretende es precisamente mantener viva la llama de la indignación, aquella pseudovirtud que,

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El populismo es un paternalismo

Cuenta Kundera en su Libro de la risa y el olvido el chiste de un hombre que “está vomitando en la plaza de Wenceslao, en Praga. Otro hombre pasa a su lado, lo mira y hace un triste gesto afirmativo con la cabeza: «Le acompaño en el sentimiento»”. A Bret Stephens, la broma le recuerda al Partido Republicano de Trump. A mi, a nuestros propios populistas y al paternalismo con el que suelen tratarnos. Un paternalismo que nada tiene que ver con el del padre, que cura porque consuela, ni con el del doctor, que consuela porque cura. Por mucho que les veamos presumir de doctorados cum laude y de bebés congresistas, su paternalismo ni cura ni consuela ni lo pretende. Lo que pretende es precisamente mantener viva la llama de la indignación, aquella pseudovirtud que, como dice Gregorio Luri, encuentra más noble el vómito que el apetito.

Es fácil ver como la presencia de los indignados, ya crecidos y de aniversario, puede convertir esta campaña en una batalla para ver quién nos acompaña mejor en el sentimiento de que todo está fatal. Para ver quién nos dice mejor lo que tenemos que sentir, lo que tenemos que decir y, claro está, lo que tenemos que pensar. Frente a la tentación de caer en este estéril paternalismo hay que temer que nuestros dolores estomacales sean en realidad demasiado banales para estos intérpretes de las náuseas civilizacionales; para estos profesores de ciencias políticas que, por querer ser científicos, tienen que reducir las preocupaciones normales del ciudadano sensato a una jerga técnica que ni diagnostica ni trata los problemas propiamente políticos. Para aquellos que creen que nuestros problemas no son de estómago ni de bolsillo ni de falta de trabajo sino de, por poner el caso, heteropatriarcatidis aguda.

A este paternalismo no se le puede combatir con más y mejor populismo, porque eso no existe y además es imposible. El único combate posible pasa por recordar, con Burke, que nuestros representantes no nos deben sólo su comprensión sino su juicio; y que nos traicionan, en lugar de servirnos, cuando lo sacrifican ante el altar de nuestros dolores estomacales. Frente al paternalismo del populismo habrá que seguir reivindicando -incluso votando, cuando se pueda-, al político que no pretenda hablar en nombre de ciudadanos adultos sino que acepte la limitación democrática de responder ante ellos.

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