THE OBJECTIVE
Antonio Camunas

El puñetazo del Papa

Alguna interpretación benévola ha querido achacar las palabras del Papa a su excesiva locuacidad, si bien es evidente que Francisco sabía muy bien de lo que hablaba y lo que estaba diciendo

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Alguna interpretación benévola ha querido achacar las palabras del Papa a su excesiva locuacidad, si bien es evidente que Francisco sabía muy bien de lo que hablaba y lo que estaba diciendo

Como no podía ser de otra forma, ha causado honda conmoción entre los ateos, agnósticos y descreídos en general el comentario del Papa Francisco sobre la obligación de no ofender y no insultar las creencias de los demás. Quienes hasta ahora han jaleado sin ambages las continuadas reprimendas de Francisco a los fieles y al clero no han dudado en criticar las palabras del pontífice con muy diferentes argumentos, la mayoría de ellos al amparo del derecho de libertad de expresión que ha devenido en un nuevo y sacrosanto mandamiento, eso sí, de cumplimiento discrecional.

Así, mientras que se es inflexible con cualquier apreciación que pueda indicar un mínimo aroma de racismo, machismo u homofobia, las vejaciones, insultos y blasfemias contra las religiones –particularmente la cristiana- deben ser aceptadas sin rechistar por aquellos que no son capaces de entender la existencia “sin un suelo bajo sus pies” que es como definía Hans Küng ese “horizonte sin sentido” que es el secularismo occidental.

Alguna interpretación benévola ha querido achacar las palabras del Papa a su excesiva locuacidad, si bien es evidente que Francisco sabía muy bien de lo que hablaba y lo que estaba diciendo: Lo contrario sería pensar que el pontífice no solo ignora el episodio del Monte Sinaí sino que no otorga un especial valor al segundo de los mandatos las Tablas de la Ley.

Las palabras del Papa se me antojan, por tanto, como un puñetazo en la mesa de los mercaderes del lenguaje, de la banalización de lo sagrado y la sacralización de lo mundano. Un aviso oportuno, una llamada a la prudencia y a la convivencia de los valores morales y religiosos. Un llamamiento, en definitiva, a amar al prójimo como a uno mismo.

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