THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

El río

«Si quieren ver algo extrañamente tranquilizador estos días finales de encierro, vean ‘El río'»

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El río

La otra noche volvimos a ver El Río. Es una película de Jean Renoir, rodada en 1951. Cuenta la historia de una familia inglesa en India; el padre, la madre, tres amigas adolescentes: Harriet, la hija feúcha, perspicaz y perceptiva, Valerie, cuya sensualidad es ya adulta y consciente, y Melanie, que es india y mestiza. Corretea por la hacienda Bogey, el niño pequeño que, sin separarse de Kanu, su compañero de juegos nativo, se dedica a enredar con tortugas y lagartijas y al peligroso entretenimiento de domar cobras con la flauta. Miembros honorarios de la familia son el aya Nan y el capitán John, un joven americano que perdió una pierna durante la guerra (se pensó en Brando para el papel, que finalmente fue para un actor hoy olvidado que, efectivamente, había perdido una pierna en la guerra).

La historia se sitúa, seguramente, en los años previos a la independencia. No lo sabemos con certeza porque a Renoir le importa poco la política. Su película es la historia de un primer amor, y el primer amor, como advierte la narradora, ha de ser el mismo en todas partes, y la misma historia podría haber ocurrido en América, Inglaterra, Nueva Zelanda o Tombuctú, aunque con distinto sabor. El sabor es la India, cuyos colores, paisaje y costumbres, Renoir se deleita en enseñarnos con retina pictórica heredada de su padre, el pintor impresionista. En dilatadas secuencias de una belleza narcótica vemos las barcazas cargadas de yute, los búfalos en remojo y las gradas que descienden a la orilla del río Ganges, el río tutelar que preside la vida al ritmo de los festivales del calendario hindú. Las tres amigas se enamoriscan del capitán, y el capitán, tullido y triste, se deja querer por las tres amigas, que se convierten en rivales. Y ya está. Aunque ciertamente ocurren cosas, sería inexacto decir que la película tiene una trama. Como si Renoir hubiera logrado hacer eso que es tan difícil: narrar la vida, sin forzarla a doblegarse a una trama de la que la vida, sencillamente, carece. Solo hay un gradual emparejamiento de la vida y muerte, de dolor y alegría, en el que el río de los acontecimientos termina por igualar lo sucesivo con lo sucedido.

Vi por primera vez El Río hace muchos años, al saber que Javier Marías la tenía por la mejor película de la historia (nunca he desdeñado un buen argumento de autoridad). No entendí entonces su sabio mensaje; se me hace evidente, en cambio, esta segunda vez, viviendo como vivimos en tiempos en que proliferan, al arrimo del gran contagio, las noticias de un apocalipsis profano que cada uno interpreta a su sabor. Tributarios de una concepción escatológica de la existencia, seguimos esperando el gran acontecimiento que violente el curso de la humanidad. Renoir sabe, en cambio, que las tempestades van y vienen, que vivir es ver volver y que los ríos no se salen de su cauce fácilmente. Si quieren ver algo extrañamente tranquilizador estos días finales de encierro, vean El río.

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