THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

El silencio del héroe

Ignacio Echeverría era abogado, era español y tenía 39 años. Trabajaba para un banco londinense, en que ayudaba a combatir el blanqueo de capitales.

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El silencio del héroe

Ignacio Echeverría era abogado, era español y tenía 39 años. Trabajaba para un banco londinense, en el que ayudaba a combatir el blanqueo de capitales. El pasado sábado, mientras volvía con unos amigos de hacer deporte, un revuelo llamó su atención al cruzar el mercado del Borough. Resultó ser un hombre que acuchillaba a una mujer. Se lanzó a defenderla, con la sola arma de su monopatín. Fue el único de su grupo de amigos que intervino. Estos le vieron caer al suelo. Ayer supimos que pereció en lo que era un atentado yihadista más.

Hasta aquí los hechos. Pero querrías añadir cosas, y notas que incurrirás entonces en una contradicción. Pues lo hermoso del acto de Ignacio es precisamente eso, que fue un mero acto. El hombre siempre ha vivido rodeado de palabras, pero últimamente nos asedian las palabras. Palabras en las redes sociales, palabras de políticos, palabras publicitarias, palabras a las que tú ahora pretendes añadir algunas palabras más. Sin embargo, lo de Ignacio fue un acto y fue silencioso. No nos explicó por qué hacía lo que hacía, no sabemos cómo nos habría razonado eso de morir por otra persona. Simplemente lo hizo.

El filósofo Walter Benjamin argüía que este silencio del héroe derrumbaba los puentes que le conectaban con cualquiera de nosotros. Y que por eso su soledad era absoluta.

Vivimos rodeados de personas que se paran a detallarnos lo mucho que deberíamos preocuparnos por ellas. También de otras que nos narran cuánto deberíamos preocuparnos por terceros. Incluso hay gente que añade a tanta perorata un asunto más: lo mucho que ellas se preocupan por el mundo. Frente a ellos, Ignacio coge un escueto monopatín, corre y se pone a defender a una desconocida.

Se han escrito también prolijas palabras acerca de qué es lo que lleva a alguien a dar su vida por salvar a desconocidos. Tenemos explicaciones biológicas, tenemos explicaciones religiosas, tenemos explicaciones éticas. Probablemente alguna sea la verdadera. Mas frente a todas esas palabras se alza el acto, sordo, mudo: un hombre se arriesga a perder todo lo que tiene (familia en España, carrera en Londres, esos amigos que se quedan quietos), sin seguridad alguna de poder salvar a una mujer apuñalada. Y muere.

Tendrías aún más motivos para guardar silencio sobre esta muerte. Es un hecho doloroso y a la vez bello. ¿Cómo vas a lidiar con esta nueva contradicción? Una y otra vez nos cuentan por todas partes que solo la felicidad es bonita y que la muerte es fea. Pasarlo bien está bien, pasar dolor está mal. ¿Acaso no es evidente? Ignacio, con su monopatín, hace añicos esas simplezas. Del único modo en que cabe hacerlo: con hechos. Por mucho que tú sospeches que las cosas no son como las cuentan, desengáñate, no podrás refutarles con meras palabras. Pero da igual: Ignacio ya lo ha hecho.

Y, aun así, sabes que debes hablar del héroe. Quizá para recordarte a ti mismo que no lo eres. La literatura empezó justo porque la gente sintió que necesitaba loarles: a Gilgamesh, a Aquiles, a Rama. ¿No sería indigno que dejases las palabras solo para los de la queja, para los de la prédica, para los del embuste? Alza tu voz, por dubitativa que sea, en honor del héroe: tu timidez es una guirnalda más de su merecido homenaje.

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