THE OBJECTIVE
Antonio García Maldonado

El Sur

«El sur al que Sender volvía con pena y abatimiento, es el mismo que hoy atrae a tantos españoles y otros europeos en busca del mejor lugar para el solaz, para el disfrute de los últimos años plenos, para la despedida quizá»

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El Sur

Cuando, en enero de 1933, Ramón J. Sender fue enviado a Casas Viejas (Cádiz) para cubrir el alzamiento anarquista y la represión posterior de las fuerzas del orden republicanas, escribió entre sus notas que, en contraposición a las visitas al más noble norte, «es triste el viaje al Sur». Lo era no sólo por los hechos que debía cubrir como reportero, sino por la situación de miseria y hambre crónicas que padecían regiones como Andalucía. En sus artículos, escritos para el diario La libertad, describiría durante esas semanas la comarca y a sus lugareños: “Estos hombres están condenados, como en ninguna otra región de España, a la hurañía, al aislamiento, a una triste soledad con su miseria”. Y ahondaba: “Aquí hay un hambre cetrina y rencorosa, de perro vagabundo”, […] “después de ver a estos hombres da vergüenza comer”. Retrato similar a que Luis Buñuel había hecho un año antes de las extremeñas Las Hurdes en su película Tierra sin pan.

Las crónicas de Sender fueron compiladas posteriormente en un libro que se titularía Viaje a la aldea del crimen, y tuve el placer de escribir el prólogo de la recuperación que la editorial Libros del Asteroide hizo de esta crónica magnífica de un momento esencial para la historia política española. Un libro que me viene al recuerdo con demasiada frecuencia, por ser Andalucía, el sur, en general, lugar de prejuicios y lugares comunes que regresan cada cierto tiempo. Y este verano han abundado. Uno es el que dice que somos relativamente prósperos por la inercia del sol y la playa, a pesar de nosotros mismos y, por supuesto, de la gestión de nuestros representantes. Pero el sol y la playa son elementos que compartimos con otros países cercanos como Túnez o Argelia, o con regiones europeas, como Sicilia o Córcega, y cualquiera con un mínimo de honestidad intelectual reconoce que no somos ni los unos ni las otras.

Como cualquier persona presente en redes sociales, he visto este verano infinidad de estados de Facebook, tuits y fotos en Instagram en los que muchos amigos o conocidos se maravillaban ante lo que el sur les ofrecía: mar, comida sana y buena, tranquilidad relativa. Además de cierto sentido hedonista pero ni cínico, ni improductivo, ni vago de entender la vida. Y ante algunos comentarios, es fácil imaginarse un asombro similar al que debieron de sentir tantos jornaleros y trabajadores del sur que dejaron el campo y sus pueblos hace décadas en busca de prosperidad y un futuro para su familia en Madrid o Barcelona. Esas capitales que parecían llevar implícitas en su tamaño y en sus atascos la grandeza del tesoro que aguardaban para cada uno de esos emigrantes si se esforzaban lo suficiente. En definitiva, la fascinación ante algo distinto, una promesa de algo mejor, una esperanza.

El sur al que Sender volvía con pena y abatimiento, es el mismo que hoy atrae a tantos españoles y otros europeos en busca del mejor lugar para el solaz, para el disfrute de los últimos años plenos, para la despedida quizá. El inolvidable personaje al que daba vida Omero Antoniutti en la película El Sur, de Víctor Erice –emitida el mismo año en que yo nací en Coín, Málaga, el sur, 1983–, también concebía el viaje meridional como liberación de una realidad gris y un pasado trágico, y de ahí el nombre de la inacabada película. Una idea que el tiempo y las visitas y los entusiasmos públicos parecen haber confirmado.

Observo en la pantalla del ordenador uno de mis cuadros más queridos, Rancho andaluz, de mi paisano Antonio Reyna Manescau (1859-1937), conocido hoy como el pintor de Venecia por sus óleos inspirados en la Serenísima de principios del siglo XX. Retrata aquí la casa de una huerta similar a tantas que he visto, sentido y olido este y otros veranos en el sur. Y ya alejado de ellas, en un Madrid agosteño y demorado, recuerdo a Borges, que en su poema 1964 lo expresa con las palabras exactas: «Sólo me queda el goce de estar triste, / esa vana costumbre que me inclina / al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina».

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