THE OBJECTIVE
Joseba Louzao

El triunfo de la vulgaridad

Lo vulgar triunfa de forma incuestionable en nuestras sociedades, ya sea a través de programas televisivos de dudoso gusto que nos acechan a cada cambio de canal o de los principales canales de los nuevos gurús mediáticos, los ‘youtubers’, a la búsqueda del clic fácil. Paso a paso, la vulgaridad no puede escapar del imperio de su hermana más oscura, la zafiedad. Hace años, uno de los principales presentadores de la programación del corazón defendió su trabajo asegurando que solamente intentaba hacer “neorrealismo televisivo” para trasladar a nuestros hogares lo que había conocido en aquellos bloques de edificios que le vieron crecer. Habrá que reconocerlo de una vez por todas: si triunfan es porque saben sintonizar con la atmosfera cultural de nuestro tiempo.

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El triunfo de la vulgaridad

Lo vulgar triunfa de forma incuestionable en nuestras sociedades, ya sea a través de programas televisivos de dudoso gusto que nos acechan a cada cambio de canal o de los principales canales de los nuevos gurús mediáticos, los ‘youtubers’, a la búsqueda del clic fácil. Paso a paso, la vulgaridad no puede escapar del imperio de su hermana más oscura, la zafiedad. Hace años, uno de los principales presentadores de la programación del corazón defendió su trabajo asegurando que solamente intentaba hacer “neorrealismo televisivo” para trasladar a nuestros hogares lo que había conocido en aquellos bloques de edificios que le vieron crecer. Habrá que reconocerlo de una vez por todas: si triunfan es porque saben sintonizar con la atmósfera cultural de nuestro tiempo.

Eso sí, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Como Alipio de Tagaste, el amigo de san Agustín que se quedó obnubilado por los espectáculos romanos. Contra su voluntad, Alipio acudió al anfiteatro para asistir a uno de esos violentos juegos públicos la época. No pretendía observar el más mínimo detalle de los duros enfrentamientos entre gladiadores y se tapó la cara. El clamor del estruendo popular le obligó a abrir por vez primera los ojos y, entonces, pudo ver cómo uno de los contendientes era herido. Tal y como leemos en las Confesiones, nuestro aturdido protagonista fue golpeado con dureza por la realidad: “tan pronto como vio la sangre corriendo, bebió la crueldad y no apartó los ojos. Antes se puso a mirar muy atento y se enfureció sin darse cuenta, deleitándose con la maldad de aquella pelea y embriagándose con aquel sangriento placer”.

Muchos encendemos nuestro televisor, trasteamos por la Red, actualizamos nuestras redes sociales o nos acercamos para tropezarnos con la vulgaridad. Tampoco en esto la política es una honrosa anomalía, asediada por personajes groseros que maltratan a la verdad con frecuencia. Quizá sea un diagnóstico demasiado pesimista, no quiero pecar de catastrofista, pero la cuestión no es superficial. Seamos conscientes o no, esta zafiedad nos está debilitando éticamente. Atinaba el reaccionario colombiano Nicolás Gómez Dávila cuando aseguraba que “la vulgaridad consiste tanto en irrespetar lo que merece respeto como en respetar lo que no lo merece”. Si lo vulgar campa a sus anchas, el mérito, la virtud o el esfuerzo pronto se transformarán en anatema social. Y sabemos que detrás de la vulgaridad, siempre aparece la sombra de la vacuidad.

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