THE OBJECTIVE
Miguel Aranguren

El viaje interminable

Como tantos viajeros que querían presumir de conocer la India, viajé en sus ferrocarriles a través de interminables kilómetros y kilómetros de vía, vagones de tercera, olores, colores, hablas, vendedores ambulantes, revisores, saris, bancos de madera, té, almuerzos, especias, gallinas, niños, turbantes, ventanilla, pies descalzos, escupitajos tintados de sepia, paisajes, ganado.

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El viaje interminable

Como tantos viajeros que querían presumir de conocer la India, viajé en sus ferrocarriles a través de interminables kilómetros y kilómetros de vía, vagones de tercera, olores, colores, hablas, vendedores ambulantes, revisores, saris, bancos de madera, té, almuerzos, especias, gallinas, niños, turbantes, ventanilla, pies descalzos, escupitajos tintados de sepia, paisajes, ganado.

Presumir que uno conoce la India es un vanidoso engaño, pues no se trata de un país como Bélgica u Holanda, cuyas monótonas planicies tintadas de gris se recorren en un estornudo, sino de un continente dentro de otro Continente –una inmensa matrioska en el interior de otra matrioska aún más grande- para el que el viajero con aires de descubridor, no tiene vida suficiente. Por otro lado, la India no es sólo un inmenso e inmóvil pedazo de tierra; la India ha llegado a todos los rincones del mundo gracias al propósito imperialista de los británicos, que se aprovecharon de la mano de obra barata sin saber que, en unas generaciones, allí donde existe un negocio a pie de calle hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que esté regentado por un indio. Puede que el tendero sea el afluente de varias generaciones nacidas lejos de esa gran ubre ocre y verde, pero seguro que conserva las más rancias tradiciones espolvoreadas de curry: lengua, ancestros, tradición, gastronomía, fiestas… que repican el lugar primigenio de la familia. Nótese que hablo del lugar y no del país, pues en la India hay tantos orígenes como infinitos topónimos.

El caso es que, como tantos viajeros que querían presumir de conocer la India, viajé en sus ferrocarriles a través de interminables kilómetros y kilómetros de vía, vagones de tercera, olores, colores, hablas, vendedores ambulantes, revisores, saris, bancos de madera, té, almuerzos, especias, gallinas, niños, turbantes, ventanilla, pies descalzos, escupitajos tintados de sepia, paisajes, ganado, noche, ciudad, tufarada, conversaciones entre murmullos, chirridos de frenos, golpes en las guías, silbato, billetes, cabezada, sed, letrina, estación, multitud, enfermo, mendigo, mendigo, mendigo, mendigo… Son las imágenes que, a golpes, me vienen a la cabeza al recordar los larguísimos desplazamientos en esa serpiente que traía el eco de la grandeza de la Metrópoli y la decrepitud de la pobreza.

Regresé a la India diez años después. Habían cambiado algunas cosas: Pepsi Cola se anunciaba en los luminosos y en algunas ciudades trabajaban auténticos genios de la programación informática. De nuevo los trenes, que se abrían paso a través de las barriadas paupérrimas en las que abundan los descastados, espantosos slums en los que tantos niños sueñan convertirse en actores de Bollywood. Una estrella del cine –no se les esconde a los hambrientos- presume de teléfono móvil de última generación. Pulsar esos botones para abrir la pantalla que se conecta con el mundo, se hace más importante que comer.

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