THE OBJECTIVE
Diego S. Garrocho

En contra del talento

«La excelencia o el talento son como la gracia, que ni se invoca ni se pronuncia»

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En contra del talento

Product School | Unsplash

La indiferencia es un bonito refugio para los modestos sinceros. Tal vez por este motivo, no hay nada más difícil, ni más honroso, que intentar llevar una vida normal. No es ninguna provocación filosófica ni aspiro a debatir con Foucault o con Canguilhem. Mi defensa de la normalidad es doméstica y ramplona. Su contrario no sería la condición patológica sino la aspiración a ser considerado un genio. La normalidad es una pura marca estadística, una medianía saludable de quienes ni quieren, ni tal vez puedan, llevar una vida singularmente destacada.

Si la normalidad se hace imposible se debe a la conspiración productiva que nos insta a convertirnos en seres auténticos y altamente singulares. Incluso, aunque quisiéramos rendirnos y acomodarnos sobre la lona, todo conspira para ensayar una vida de alta potencialidad. Casi fatiga escribirlo. Al tiempo que hemos desactivado la competencia legítima (disolviendo la diferencia entre el aprobado y el suspenso en la escuela, por ejemplo), hemos prefabricado un contexto social en el que todos y cada uno de nosotros tenemos que consagrar nuestro esfuerzo al cultivo de una virtual excelencia.

El mero intento es de suyo absurdo ya que si todos fuésemos excelentes no existiría ningún rasgo destacado que nos permitiera certificar la condición sobresaliente de los que más pueden. Hoy todos, rigurosamente uniformados, reclamamos no sólo nuestra singularidad, sino vindicamos nuestro acceso a una gloria competitiva de la que forzosamente la inmensa mayoría saldrán perdedores. Pasados los seis años nadie cree que lo importante sea participar.

Uno de los conceptos más ridículos de cuantos vertebran este discurso de la excelencia es la apología celebratoria del talento. Allá donde miremos encontramos coartadas, cuando no proyectos pródigamente financiados, destinados a localizar, potenciar o desarrollar eso que llaman talento. En casi todos los países desarrollados existe algún programa de televisión en el que se apela a este capital inmaterial (Got a Talent!) y las empresas y universidades se afanan en atraerlo, como si de un ritual de apareamiento se tratara. Una especie de berrea corporativa, vaya.

Yo debo vivir rodeado de personas mediocres porque, francamente, no encuentro talento para tanta iniciativa. Estas estrategias talentísticas suelen enmarcarse, además, en una germanía que pendula entre lo generencial y la novela de aventuras. De una parte aspiramos a medir, cuantificar y monetizar el talento, que ya en origen fue de facto una moneda; y de otra, para imprimirle un afán épico e infantil más propio de un tebeo del Hombre Araña, para los gurús de la cosa todo son retos, desafíos y escenarios de pánico u oportunidad. Una verdadera angustia.

Estarán conmigo en que el modelo de triunfador contemporáneo es, sobre todo, una horterada. El arquetipo de talentoso de nuestro tiempo es un señor que con cuarenta años viste gorra y acude a su start-up en un patinete eléctrico con una tartera de tofu en la mochila. Sus enemigos le envidian por haber levantado el primer millón de dólares antes de los 30, aunque su mayor enseñanza, así lo cuenta en sus conferencias motivacionales mientras sorbe de una botella de Kombucha, son las muchas veces que se ha arruinado.

Hay quien piensa que defendiendo la excelencia y el talento se está ubicando a sí mismo en la corte de los elegidos pero, muy probablemente, esta abogacía de la bulimia creativa y productiva tan sólo nos sitúe al borde de la soledad y el precipicio. La excelencia o el talento son como la gracia, que ni se invoca ni se pronuncia. Y entre tanto ruido y tanta urgencia más nos valdría defender y celebrar una vida mediana. Suerte, y ojalá lo logren.

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