THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

En qué yerran los politólogos y economistas que nos quieren regenerar

Cuando, hace unos años, se instaló entre nosotros la crisis económica, casi todos acudimos con interés a escuchar a los economistas. Esperábamos que nos explicaran por qué había sucedido lo que había sucedido y cómo salir de tal entuerto. Fue una época gloriosa para ellos: los periódicos reclamaban sus artículos, las radios les entrevistaban, incluso empezaron a aparecer en programas de máxima audiencia en televisión.

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En qué yerran los politólogos y economistas que nos quieren regenerar

Cuando, hace unos años, se instaló entre nosotros la crisis económica, casi todos acudimos con interés a escuchar a los economistas. Esperábamos que nos explicaran por qué había sucedido lo que había sucedido y cómo salir de tal entuerto. Fue una época gloriosa para ellos: los periódicos reclamaban sus artículos, las radios les entrevistaban, incluso empezaron a aparecer en programas de máxima audiencia en televisión.

Buena parte de ese interés permanece. Pero las cosas ya no son iguales que en aquellos primeros años, allá por 2009 o 2011. Llegó un momento en que se nos hizo a todos patente una pregunta: si los economistas saben de veras por qué hemos acabado en una crisis, ¿por qué no la predijeron, por qué no nos ayudaron a evitarla? Cierto que unos pocos expertos sí que la habían previsto, pero hasta un reloj de agujas estropeado acierta dos veces al día la hora y minuto exactos. El problema es que no la acierta los otros 1.438 minutos restantes.

Creo que fue este uno de los motivos por el que modificamos nuestro foco de atención y empezaron a interesarnos más los politólogos. Otro motivo importante es que se empezó a sospechar que quizá habría que hacer algunas reformas de calado al sistema político que los españoles tenemos desde 1978. Ya en el año 2007 el partido Unión Progreso y Democracia había apuntado esta idea. Pero pagó con creces hacerlo con demasiada anticipación. (Así como, seguramente, contar con una lideresa menos cercana a los grandes líderes reformistas de la historia que a la señorita Rottenmeier). Sin embargo, en 2014 todo estaba a punto para que esa idea calara. Y, así, nuevas fuerzas políticas nacionales emergieron en las elecciones europeas. La propia UPyD multiplicó su representación por cuatro; Podemos obtuvo cinco eurodiputados y Ciudadanos dos, con fuerte apoyo fuera de su tradicional recinto catalán.

Había empezado la edad dorada de las ciencias políticas. Múltiples politólogos empezaron a copar espacios televisivos, a escribir más artículos en periódicos. Se disparó el número de alumnos que cursan el grado en Políticas, sus profesores inventaron más y más másteres. Algunos incluso empezaron a protestar y a decir que era una “desfachatez intelectual” que no se les hubiera hecho tanto caso antes.

Bien es cierto que este esplendor de los que hacen ciencia política en España no carece tampoco de algunas sombras. Por ejemplo, resulta que, ¡ay!, al igual que los economistas, parecen poco capaces de predecir cosas (acertar en las encuestas preelectorales, verbigracia), lo cual se supone que es una de las misiones de los científicos. Con todo, vivimos tiempos en que se atiende en los medios de comunicación mucho más a los politólogos, y se sigue consultando más a los economistas, que, pongamos, hace solo diez años. Bien está. Recordemos que la alternativa a preguntar a un experto en economía o politología sobre cierta directiva europea es preguntar sobre ella a un tertuliano que previamente ha opinado también sobre la infalibilidad papal, el motivo de la decadencia de los mayas y el bosón de Higgs.

Ahora bien, creo que hay un inconveniente si nos acostumbramos a analizar todos los problemas de nuestro país de uno de los modos en que economistas y politólogos están habituados a analizar sus problemas. Me refiero a la obsesión en analizarlo todo en términos de “incentivos”. El libro Freakonomics, de Levitt y Dubner, popularizó hace años, entre otros, este modo de pensar. La idea es más o menos la siguiente: los seres humanos, lo sepamos o no, funcionamos buscando siempre nuestro interés propio. Así pues, si en una situación conseguimos darle a la gente incentivos para que haga lo correcto, la mayoría lo hará. Los países en que la gente no hace lo correcto tienen ese problema porque a la gente le sale más a cuenta portarse mal que portarse bien.

Es comprensible que esta idea haya entusiasmado a la gran cantidad de “regeneradores” que hoy en día bullen por nuestro país. Bastaría con modificar aquí o allá este o aquel incentivo para que las cosas mejoraran en España, razonan a menudo estos paladines de la regeneración. Dadme el poder (deducen a menudo tales “regeneradores”) e introduciré los cambios para que España se aproxime a Dinamarca, solo con darle a la gente los incentivos que tienen los daneses para funcionar así de bien.

Pero ¿es todo así de fácil? Un reciente libro de Samuel Bowles (quien, por cierto, es economista) confirma las sospechas que siempre hemos tenido algunos: no, no todo es así de fácil. Es más, tratar a la gente como si solo actuara según “incentivos” puede hacer que nos salga el tiro por la culata. El título de su obra es ya expresivo en este sentido: The Moral Economy: Why Good Incentives are No Substitute for Good Citizens (“La economía moral. Por qué tener unos buenos incentivos no sustituye a tener unos buenos ciudadanos”).

Lo que Bowles nos explica es algo que quizá no extrañe mucho a la experiencia cotidiana del lector. Cuando a la gente empiezas a tratarla como si solo les importaran sus beneficios, la gente se empieza a comportar de modo mucho más egoísta. Un ejemplo famoso que utiliza Bowles es lo sucedido con los bomberos de Boston hace años. Para evitar que, curiosamente, la mayoría de las bajas por enfermedad se produjeran entre ellos los lunes y los viernes, se decidió imponerles a todos ellos cierta norma: que más de quince días de baja por enfermedad implicarían una disminución automática del sueldo. ¿Resultado? El número de bajas por enfermedad se multiplicó a partir de entonces por más de dos (aunque la mayoría no superó los quince días de límite). Cuando a un bombero le tratas como si solo le importara su beneficio, empieza a portarse como si solo le importara su beneficio. Y su beneficio aquí, claramente, era fingir muchos más días que estaba enfermo, sin llegar a los quince castigables.

¿Qué hubiese ocurrido si en vez de ponerles un incentivo para no inventarse bajas por enfermedad se hubiese apelado a la honorabilidad de esos bomberos, a su sentido del deber, a su responsabilidad, o incluso a su patriotismo? Las investigaciones que desde hace años desarrolla el americano-israelí Dan Ariely nos ofrecen una pista al respecto: resulta que, por sorprendente que pueda parecer, basta con recordarle a la gente sus deberes, o hacerles firmar o prometer que los cumplirán, para que de hecho la gente los cumpla mucho más.

Los seres humanos no somos solo máquinas egoístas a las que únicamente importa sacar tajada. Lo que desvelan tanto Bowles como Ariely es que somos también personajes a los que nos gusta contarnos historias sobre nosotros mismos, y una de esas historias que nos gusta es vernos como personas fiables, como gente que cumple con sus deberes, como individuos que merecemos el aprecio de los demás. Aristóteles ya se dio cuenta, hace casi 2.400 años. Quién sabe, tal vez un día, en algún programa televisivo de alta audiencia, haya que dejar algún espacio a este viejo filósofo griego, junto naturalmente a los politólogos y economistas de rigor.

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