THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

Ennio

«Lo vi subirse al atril a sus noventa primaveras, y pensaba en lo benévolo por asustadizo que es el tiempo cuando se le planta cara»

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Ennio

Luca Bruno | AP

Fui a verlo al Palacio de los Deportes en la vieja normalidad, allí donde las reacciones no se medían solo a través de los ojos y cuando los abrazos eran todavía parte de nuestra vida. Lo que Ennio Morricone hizo aquella noche despierta ambos recuerdos en mí: bocazas abiertas de par en par, anonadadas por el espectáculo; achuchones en la taberna La Gaditana con un fino de Jerez en el cuerpo y media docena de gambas en la barra. El espectáculo que montaba el compositor era extraordinario, luces por todas partes, una orquesta a la altura de las más grandes y esa música tan suya, que solo con dos compases puede llevarte a la edad de siempre, esa que vive en los recuerdos de un niño: la única patria, que decía el poeta, y la única normalidad, que parafraseo vulgarmente yo. Lo vi subirse al atril a sus noventa primaveras y pensaba en lo benévolo por asustadizo que es el tiempo cuando se le planta cara. Aquel hombre había derribado un siglo sin pestañear, era un héroe.

Ahora que se ha marchado se levantan frente a mí los acordes de Cinema Paradiso, la añoranza de una inocencia que se perdió entre primeros planos, en el recuerdo de Alfredo y del incendio que acabó con aquellos, los de entonces, que ya no eran los mismos. Y vienen también las últimas tardes en Segovia, veranos plomizos que duraban lo que tardaba en llegar el otoño, y los televisores de medio metro de profundidad arrojando a las calles vacías esos silbidos musicalmente perfectos, silbidos que Morricone clavó para siempre en el imaginario mientras Eastwood encañonaba: «¿Sabes que tu cara se parece a la de uno que vale 2.000 dólares? Sí, pero tú no te pareces al que los va a cobrar». Y pienso en Tarantino, quien había decidido que ese espagueti de la niñez tenía, necesariamente, que influir en su icónica obra. Telefonazo rápido y Morricone apareciendo en Kill Bill, y más tarde en Los Odiosos Ocho, que le hizo ganar el Oscar como quien se venga por una vieja afrenta casamentera.

Pienso en Érase una vez en América, De Niro asomándose al resquicio, la orquesta de Morricone colándose entre sus ojos húmedos, la niña contorneado su cuerpo bajo el vestido de ballet. Y De Niro pasa de matón de barrio a niño emocionado: «¿Llevas mucho esperando? Toda la vida». Me pregunto si habría sido posible esa transición sin la suave melodía del romano. O en Los intocables de Eliott Ness, donde Costner y Connery enfocan el objetivo de su Glock 42 negra al paso que marca el maestro italiano. Películas rudas a las que Morricone dio el toque melancólico que les hizo destacar. Así que es inevitable volver a esa nostalgia en el final del artículo, esa que transmiten sus canciones, a aquel último concierto en el Palacio, anclado todo en la misma melancolía con la que Toto, exitoso y marchito, llegaba al oasis en forma de cine abandonado. Descansa en paz, Ennio, ahora que los paraísos desaparecen.

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