THE OBJECTIVE
Ignacio Peyró

Enseñar a vivir y enseñar a morir

En el trance de su agonía, Augusto Comte proclamó: “¡qué irreparable pérdida!”

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Enseñar a vivir y enseñar a morir

En el trance de su agonía, Augusto Comte proclamó: “¡qué irreparable pérdida!”

No porque la vida tenga hondones de valle de lágrimas parece causar amplio entusiasmo la idea de morirse, y nuestra consideración como “seres para la muerte” es cosa que incomoda mucho a las visitas. Cuando, en el trance su agonía, Augusto Comte proclamó “¡qué irreparable pérdida!”, alzó un monumento a la vanidad humana, desde luego, pero también resumió no pocos de los sentimientos comunes al pensar en esa primera noche en “que la luna brillará lo mismo / y ya no la veré desde mi caja”.

Michel de Montaigne, allá en su torre, soñó con “recopilar un archivo comentado sobre las muertes diversas de los hombres”. Tiene su ironía que, por supuesto, la muerte le sorprendiera sin haberlo escrito. También la tiene la muerte de un poeta elevado, sublime y vociferante como Claudel, que a despecho de sus versos, difícilmente nos dejó una honda lección moral en sus últimas palabras: “doctor, ¿cree que ha sido el salchichón?” Juan Pablo I, por su parte, se despidió una noche con un “hasta mañana, si Dios quiere”. Debemos colegir que Dios no quiso.

De todas las muertes ejemplares que en el mundo ha habido, uno tiene su preferencia, por ejemplo, por la de Carême, a quien la parca se llevó mientras cocinaba unas quenelles. Un célebre maestro de cava bordelés todavía adivinó, en el estertor postrero, el “Château… Lafite… 1970” que le habían dado a modo de viático. Más poético, San Juan de la Cruz pidió que le cambiaran los Salmos por el Cantar de los Cantares. Con todo, pocas muertes a la altura de la de Ronald Knox, traductor de la Biblia. Cuando le ofrecieron leerle fragmentos de su versión para aliviarle el tránsito, él rechazó la propuesta cortésmente: “no, pero es una idea muy graciosa”. Tan templado hasta el final, no se sabe si Knox refuerza la vieja idea que hace contiguas la santidad y la buena educación. Pero sí demuestra aquello que –de nuevo- decía el querido Montaigne: que enseñar a vivir y enseñar a morir son una y la misma cosa.

 

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