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Enrique García-Máiquez

Ernesto Cardenal: En misa y repicando

«Tanto su poesía política, como su poesía cosmológica, como su poesía de crónica historicista, incorporaron a Ernesto Cardenal a los manuales de literatura y lo convirtieron en un epígrafe indispensable de la historia poética del siglo XX»

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Ernesto Cardenal: En misa y repicando

Roman Bonnefoy | Wikicommons

Este artículo se me encargó y tendría que haber salido hace tres meses y medio, cuando murió el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal (Granada, 1925). Me puse a ello con toda la urgencia que demandaba la luctuosa circunstancia. Deseaba rendirle el homenaje inmediato que se merecía. Pero me ha retrasado un poco releerle, a pesar de que yo ya tenía una imagen muy precisa de su poesía, forjada en unas lecturas deslumbrantes y formadoras en mi primera juventud, y que me daban de sobra para escribir una buena necrológica.

Esa imagen mía era que el poeta dio su máxima altura y su lección primordial en Epigramas (1961). Un prodigio de naturalidad, emoción, gracia y lectura honda y vivencial de los clásicos que deja los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda en un intento acartonado de romanticismo con fórceps. Luego, tanto su poesía política, como su poesía cosmológica, como su poesía de crónica historicista, incorporaron a Ernesto Cardenal a los manuales de literatura y lo convirtieron en un epígrafe indispensable de la historia poética del siglo XX. Con todo, poéticamente ya nos había dejado lo mejor para siempre: lo que los lectores jamás olvidaríamos. Nunca superó la grandeza lírica de estos pequeños versos de juventud:

 

Muchachas que algún día leáis emocionadas
estos versos
y soñéis con un poeta:
sabed que yo los hice para una como vosotras
y que fue en vano.

 

¿Mi nueva lectura apresurada —que tanto me ha hecho demorarme— cambió esta percepción? No del todo, que fue lo complicado, porque caerse como san Pablo es más fácil y, sobre todo, más rápido, que saltar con el caballo a uña de ídem un enrevesado recorrido de obstáculos. Lo que he descubierto es que Cardenal, que quiso estar en misa y repicando, tanto en la lírica como en la vida, fue capaz de hacerlo. Mantuvo viva la llama de su poesía a través de los textos más largos e ideológicos.

La poesía sigue con él los meandros de una biografía realmente compleja. Tras estudiar en México y en Estados Unidos y participar en la revolución sandinista, ingresa de seminarista en el monasterio de la Trapa de Our Lady of Gethsemani de Kentucky, como discípulo del monje y escritor Thomas Merton. Por problemas de salud, se mudó al monasterio benedictino de Santa María de la Resurrección, en Cuernavaca, México; y más tarde montará su propia comunidad religioso-ideológica en la isla de Solentiname en el gran lago de Nicaragua. Sufrirá la represión del dictador Somoza y, revolución mediante, acabará siendo ministro de cultura con la dictadura sandinista, de la que terminará desengañándose, naturalmente.

Durante todos estos vaivenes, la poesía no le dejará de su mano. Si partimos de que da su nota más alta en los Epigramas, resulta una lectura apasionante ir siguiendo las miguitas de pan de ese tono y de ese talento a lo largo de todos los poemas que van recorriendo, a su vez, sus vicisitudes biográficas. Para empezar, resulta muy fácil en los poemas religiosos, epigramas vueltos a lo divino. Véase:

 

Yo apagué la luz para poder ver la nieve.

Y vi la nieve tras el vidrio y la luna nueva.

Pero vi que la nieve y la luna eran también un vidrio

y detrás de ese vidrio

Tú me estabas viendo.

 

Encelado en ese lance poético de dar a su gracia alcance, el lector de Cardenal entiende que ni siquiera Benedetti se estaría dejando llevar demasiado por las afinidades electivas cuando describe al nicaragüense como poeta «de los más vigorosos y eficaces que ha dado la poesía política en América Latina». Es verdad; aunque lo es por la pervivencia de un elemento extra ideológico en sus poemas políticos: el que estamos llamando «factor epigrama».

Podría argüirse que se debe a su intento de claridad continuo. Ernesto Cardenal, en una entrevista en la revista La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, no se anda por las ramas y reconoce su objetivo prioritario: «He tratado principalmente de escribir una poesía que se entienda». Pero es que, con ese afán, no se ha alejado ni un milímetro del sorprendente e inolvidable arranque de Epigramas: «Te doy, Claudia, estos versos, porque tú eres su dueña./ Los he escrito sencillos para que tú los entiendas». Y, además, viceversa: ya en ese libro había delicias políticas: «Yo he repartido papeletas clandestinas,/ gritando: ¡VIVA LA LIBERTAD! en plena calle/ desafiando a los guardias armados./ Yo participé en la rebelión de abril:/ pero palidezco cuando paso por tu casa/ y tu sola mirada me hace temblar».

Aunque en la entrevista de La Gaceta lo dice muy sencillo para que nosotros lo entendamos, acontece que Ernesto Cardenal no sólo tradujo a Ezra Pound, sino que lo insufló en su poesía. Pound es el poeta que inyecta el vigor (Luis Alberto de Cuenca dixit) en la poesía del siglo XX. Hasta la ambivalencia de Cardenal entre la lírica breve e imaginista y el poema largo y discursivo viene de Pound, que quizá no casualmente también tuvo y sostuvo sus discutibles y discutidas querencias políticas.

Con estas nuevas coordenadas he encontrado un placer novísimo en un poeta que creía que tenía dominado, oh, del derecho y, ay, del revés. Es como si Cardenal me hubiese escondido concienzudamente una segunda parte de sus Epigramas entre sus muchos versos posteriores. Siempre pensé que eran demasiados, pero tenían que serlo para esconder bien tanta poesía.

Refulgen muy especialmente los poemas obituarios, por razones obvias en estas circunstancias y también porque la auténtica poesía siempre brilla frente a la muerte, como la espada de Frodo Bolsón ante los orcos. Halla imágenes redondas en «Oración por Marilyn Monroe», a la que contempla «sola como un astronauta frente a la noche espacial» y a la que canta con ecos de Bloy: «Ella tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes./ Para la tristeza de no ser santos/ se le recomendó el Psicoanálisis». En el final, vuelve, como él siempre vuelve, a la fe: «Señor/ quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar/ y no llamó (y tal vez no era nadie/ o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de Los Ángeles)/ contesta Tú el teléfono».

En «Coplas a la muerte de Merton», el eco de Manrique es triple, por las coplas, por la muerte y porque Thomas Merton fue su padre espiritual. El poema reza: «vos Merton ya sin cadáver muerto de risa/ […]/ Hoy tecleo con alegría la palabra muerte./ […]/ No como el gusano en la manzana/ sino como la madurez de esa manzana, al fin y al cabo/ […] ni el verso fue tan bueno como quisimos/ o el beso./ Hemos deseado siempre más allá de lo deseado/ […] Las bodas del deseo/ el coito de la volición perfecta es el acto/ de la muerte/ […] el amor, el amor sobre todo es anticipo/ de la muerte/ … El tiempo? IS money/ es Time, es pendejada, es nada/ es Time y una celebridad en la portada/ […]/ ahora sólo vemos como en tv/ después veremos cara a cara/ […]/ la risa de los hombres ante un chiste es prueba de que creen / en la resurrección […]/ Sólo amamos o somos al morir./ El gran acto de dar todo el ser». La cita es larga y entrecortada, pero tengo una excusa: es lo que me gustaría haber escrito a la muerte de Ernesto Cardenal.

«Como latas de cerveza vacías» dice en otro poema que ha sido nuestro tiempo; pero en «Detrás del monasterio, junto al camino» encuentra un vertedero y se pasea entre las cosas tiradas y vacías, nombrándolas con misericordia, para terminar sintiendo que están «esperando como nosotros la resurrección». Infinitamente mejor que yo lo he hecho con su poesía, Dios, el perfecto Antólogo, sabrá espigar entre su vida y su literatura los momentos de belleza y verdad. Los tuvo a montones.

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