THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

¿Es verdad, como dicen los nacionalistas, que todos somos nacionalistas?

De niño, Jorge Luis Borges eran tan tímido que, cuando acompañaba a su padre a la Biblioteca Nacional, no se atrevía a pedir ningún libro. Tenía que conformarse pues con leer las enciclopedias que estaban a la mano de todos para consultas. Fue así como un día se topó con el volumen “DR” de la Enciclopedia Británica. Y leyó de una tacada los artículos dedicados a los druidas, a los drusos y al poeta John Dryden.

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¿Es verdad, como dicen los nacionalistas, que todos somos nacionalistas?

Reuters

De niño, Jorge Luis Borges era tan tímido que, cuando acompañaba a su padre a la Biblioteca Nacional, no se atrevía a pedir ningún libro. Tenía que conformarse pues con leer las enciclopedias que estaban a la mano de todos para consultas. Fue así como un día se topó con el volumen “DR” de la Enciclopedia Británica. Y leyó de una tacada los artículos dedicados a los druidas, a los drusos y al poeta John Dryden. Ciertamente combinar druidas, drusos y Dryden parece digno de un cuento del propio Borges. Pero lo que a aquel niño más le impresionó de ese tomo de la Británica fue lo que podríamos llamar el descomedido e inesperado caso de los drusos chinos.

¿Quiénes son esos drusos chinos? Empecemos por recordar que los drusos conforman un grupo religioso bastante pequeño (no pasan del millón de fieles), originario y aún presente sobre todo en Oriente Próximo. Por algún motivo que hoy ignoramos, cuando la Enciclopedia Británica que leyó Borges abordaba la cuestión de sus creencias más secretas, incluyó entre ellas una que hoy no parece que sea realmente drusa, pero que a él le fascinó. Según ese dogma, el Día del Juicio Final se producirá una gigantesca batalla entre cristianos y musulmanes, de la que empero no resultarán vencedores ni los unos ni los otros: quienes triunfarán en tal deflagración serán los drusos, que contarán para ello con la inestimable ayuda de millones de chinos. Pues los drusos estarían convencidos de que los chinos de China, en realidad, son adeptos del drusismo también. Sépanlo o no, los chinos son drusos, tan drusos como su fundador, Hamza, o como cualquier prosélito de los que hoy habitan el Líbano. Consiguientemente, la batalla del Fin del Mundo la vencerán los drusos y dará paso a un reino eterno de los drusos (y de los chinos).

Con toda probabilidad esta idea de los drusos acerca de los chinos parezca a muchos estrafalaria. ¿Cómo es posible que alguien crea que otra persona es condiscípula suya en una fe, si esa otra persona niega serlo, o ni siquiera sabe de la existencia de tales creencias? ¿No resultaría ridículo que un druso que se topara con un chino en algún aeropuerto le cogiera de las solapas para insistirle en que él en realidad es también druso, aunque no lo sepa? ¿Saben los drusos mejor que los chinos lo que son los chinos?

Con todo, por extravagante que resulte esta idea, lo cierto es que gente más cercana a nosotros ha razonado de modo similar. Durante cierto tiempo, verbigracia, se volvió popular en la Iglesia católica hablar de los “cristianos anónimos” (la idea procedía del teólogo jesuita Karl Rahner). Estos “anónimos” serían personas que, sin saberlo ellas mismas, pertenecerían en realidad al cristianismo, dado su buen comportamiento moral. Al igual que con los drusos chinos, pues, de nuevo una religión daría por supuesto que otras personas pertenecen en el fondo a ella, sin tener muy en cuenta las preferencias de esas otras personas.

No sé si podríamos considerar al nacionalismo como una religión, pero la verdad es que, cuando uno debate con algún nacionalista, es frecuente que le recuerde a los drusos, a los chinos y a los cristianos anónimos. Muchos nacionalistas comparten el hábito de dar por supuesto que tú, si les discutes algo, es que también eres nacionalista, solo que de una nación diferente a la suya. Es este un argumento chocante si lo comparamos con otras ideologías: un democristiano no te insiste en que tú también serás democristiano si es que osas discrepar de él en algo; tampoco actúa así un conservador o un socialista. Pero un nacionalista tiene, por algún motivo extraño, la necesidad de dar por supuesto que su ideología se ha extendido ya por toda la Tierra, y que él es solo uno más, acaso más autoconsciente que el resto, de sus 7 mil quinientos millones de seguidores.

¿Tiene visos de verosimilitud esta opinión de los nacionalistas sobre los que no nos consideramos nacionalistas? ¿Saben ellos mejor que nosotros mismos lo que en realidad somos? Lo cierto es que la investigación histórica no parece apoyarles. El nacionalismo surgió como ideología a caballo de los siglos XVIII y XIX, cuando ciertos pensadores y ciertos políticos empezaron a insistir en que a cada “nación” debería corresponderle su propio Estado y que este debería ayudar a preservar la “identidad” de esos connacionales; unas ideas que hubieran resultado extrañísimas a cualquier hombre antiguo, medieval o del Barroco. Un nacionalista no es “alguien que quiere a su tierra” (la gente ha sentido afectos así desde siempre), sino alguien que quiere para ella algo muy concreto: que cierta identidad florezca en ella. Si antes de los siglos XVIII-XIX no se había inventado tal nacionalismo, pues, resulta obvio que hubo en el pasado muchos humanos no nacionalistas; y si los hubo en el pasado, ¿por qué no podría seguirlos habiendo ahora? ¿Tan contagioso ha resultado el nacionalismo que, una vez aparecido, no ha quedado nadie inmune a su propagación?

En realidad, parece mucho más sensato reconocer que no todos creemos que un Estado deba imponer al total de sus habitantes una identidad. Que no todos nos obsesionamos con crear sociedades puras (o casi puras) en que lo que nos una sea una sola lengua, una sola religión o una sola cultura. Que muchos creemos que también podemos vivir unidos por el respeto de los unos a los otros; el respeto a las leyes comunes que nos hemos dado; el respecto a los vínculos que el tiempo ha ido creando entre nosotros. Y a muchos nos parece que excluir a otros humanos de la comunidad política que ahora compartimos solo porque hayan nacido en otro sitio o tengan otra lengua es un modo discriminatorio de hacer política.

En suma, muchos no necesitamos hacer que un chino se convierta, quiera o no, al drusismo: nos basta con poder contar con él para hacer cosas juntos. Los nacionalistas, por el contrario, se parecen demasiado a menudo a un druso que, exasperado porque el chino no crea en las mismas cosas que él, se lo recriminara con gritos histéricos y le apartara de un empujón de su lado. Esta sería una explicación de por qué, allá donde ha habido nacionalismo, ha existido siempre conflicto; de por qué con el nacionalismo no se puede colaborar para resolver problemas, sino que es él el problema.

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