THE OBJECTIVE
Jorge Freire

Escoria del primer mundo: Houellebecq y la catástrofe divertida

Occidente se va al traste de maneras crueles e inverosímiles en las novelas de Michel Houellebecq (La Reunión, 1956) y, justo es reconocerlo, fascina observar cómo se diluye por el escotillón de la historia. Con la debida persuasión y unos cuantos barriletes retóricos, Europa deja de ser un submarino lleno de hombres viriles sudando la gota gorda y se convierte en un kindergarten de flojos y pusilánimes; la democracia liberal, convertida en flor de un día, se marchita en un suspiro; el campo de batalla se nos come de un bocado y el mundo no termina con una explosión, sino con un no menos sonoro regüeldo. Así es la épica de lo fatal: de derrota en derrota, por fabulosas que resulten, hasta el ansiado cataclismo final.

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No son pocos los atavismos que ese cendal invisible que llamamos civilización nos permite disimular. Este, más que un velo pulcro e inconsútil, es una vestidura de talla única llena de remiendos que nunca nos queda del todo bien, por muchos dobladillos y jaretones que le hagamos, y por entre cuyas costuras se nos escapan antiguos vestigios de animalidad. Quizá el más intolerable de todos sea la propensión al irracionalismo fatalista, una inercia tan antigua como el mundo que nos lleva a zanjar cuestiones complejas de la manera más irresponsable. El éxito del pesimista profesional viene asegurado por el candor innato que nos lleva a creer sus jeremiadas, aun cuando esa sonora fe del energúmeno, por decirlo con Jorge Guillén, irrita nuestros oídos con injusto atropello.

Eppur… La cosa cambia cuando de novelas se trata. Uno se asoma al antepecho de la literatura y experimenta un gozo amoral, turbulento y prerracional que en otra circunstancia resultaría intolerable. Hasta el catastrofismo está permitido. Occidente se va al traste de maneras crueles e inverosímiles en las novelas de Michel Houellebecq (La Reunión, 1956) y, justo es reconocerlo, fascina observar cómo se diluye por el escotillón de la historia. Con la debida persuasión y unos cuantos barriletes retóricos, Europa deja de ser un submarino lleno de hombres viriles sudando la gota gorda y se convierte en un kindergarten de flojos y pusilánimes; la democracia liberal, convertida en flor de un día, se marchita en un suspiro; el campo de batalla se nos come de un bocado y el mundo no termina con una explosión, sino con un no menos sonoro regüeldo. Así es la épica de lo fatal: de derrota en derrota, por fabulosas que resulten, hasta el ansiado cataclismo final.

Llanto y rechinar de dientes

“¿Soy yo el que está deprimido o es el mundo el que es deprimente?”. Esta pregunta, lanzada por el propio Houellebecq en una entrevista para Der Spiegel, define en pocas palabras Serotonina (Anagrama, traducción de Jaime Zulaika). Florent-Claude Labrouste es un ingeniero agrónomo cuarentón que, después de romper con su novia japonesa, siente que su vida es una fina capa de hielo que se cuartea y se fragmenta al ser hollada. Comienza entonces a medicarse con un antidepresivo que dispara los niveles de serotonina en el cerebro, a despecho de anular por completo el deseo sexual. Un vistazo rápido a su caso clínico permite concluir que Labrouste carga con males típicamente holluebecquianos: escarnecido por los males de la sociedad contemporánea, elucubrados desde Ampliación del campo de batalla, y asustado por las perversiones del capitalismo internacional (Plataforma), apenas puede confortarse con el irremisible hundimiento de la democracia (Sumisión): “una civilización muere simplemente por hastío”. Y es que, aunque su situación es mala, le queda el consuelo de que la de los demás no es mejor. “Un ambiente de catástrofe global atenúa siempre un poco las catástrofes individuales, sin duda por este motivo los suicidios son tan raros en época de guerra”, advierte el protagonista, haciéndose eco, sin nombrarlo, de lo que los sociólogos han venido en llamar “paradoja de la felicidad”: las tasas de suicidios no sirven para medir los estados de ánimo nacionales, pues los Estados más felices son, precisamente, los que cuentan con tasas más elevadas; es decir, la desdicha personal arrecia cuando los que nos rodean son felices.

Los pensamientos del narrador suenan como el tableteo de una ametralladora. Ora analice en términos psicoanalíticos el auge de los programas televisivos de cocina (“Francia, y quizá todo occidente, estaba sin duda retrocediendo al estadio oral, por decirlo en los términos del fantoche austríaco”), ora sobrevuele el curso de la historia (“el tercer milenio acababa de empezar, y era quizá en el occidente anteriormente llamado judeocristiano el milenio de más, en el sentido en que se habla del combate de más para un boxeador”), todo lleva a la misma conclusión: el primer mundo periclita de manera inexorable.

Vuelta a Jorge Guillén: ¿Nos hundiremos en un caos de agonía? / Le respondí: no tanto. Y es que, arrimados al brocal de la literatura, lo que nos perturba adquiere otras facetas. La tragedia se consuma y uno, puesto a buen recaudo, la observa con delectación. Claro que para ello es preceptivo distinguir entre realidad y ficción, algo que ni defensores ni detractores del mediático autor francés hacen siempre.

Como si de un botafuego se tratase, Houellebecq prende la mecha en cada pieza de artillería que se cruza: satiriza la gentrificación de los barrios pobres de París (los propietarios de un edificio en el distrito bohemio de Ménilmontant convierten un patio de adoquines en un jardín zen con cascadas y maestro japonés incluido) y hace befa de la burbuja inmobiliaria (el protagonista vive en la torre Tótem, una horterada de estilo brutalista considerada uno de los edificios más feos de la ciudad); ataca el uso oportunista de la memoria (la idea de vender quesos a los descendientes de los militares del desembarco de Normandía cuando, cada aniversario, acuden al cementerio) y expone la tortura animal en granjas industriales (la mirada de pánico de las gallinas hacinadas en granjas infectas, entre luces halógenas y cadáveres en descomposición). Houellebecq pisa un charco tras otro, diseminando las consabidas misantropías sin alejarse un soplo de su habitual falocentrismo cascarrabias, hasta de meterse de hoz y coz en el tema central de la novela: el drama del campo francés. Cuando el mejor amigo del protagonista, un ganadero empobrecido al que ha abandonado su mujer, decide capitanear una huelga salvaje y se pone a repartir escopetas entre sus colegas, las cosas no tardan en irse de madre.

El tema de nuestro tiempo

Decía Hesiodo que al ser humano le son propias las cosechas escasas. Sin embargo, cuando la Unión Europea puso fin en 2015 al sistema de cuotas lecheras que servía de dique de contención a las importaciones asiáticas, la producción se disparó y los precios se hundieron, empobreciendo a no pocos ganaderos. Hasta entonces, la Política Agraria Común trataba de contener un mercado que había impulsado mediante ayudas públicas, al punto que a España, cumpliendo la máxima de Hesiodo, le correspondían cuotas menores a la cantidad que a nivel doméstico consumía. Más allá de paradojas como que la PAC, epítome del intervencionismo europeo, pugnase por achicar un mercado que previamente había abultado por medio de ayudas públicas, nótense las diferencias con el caso francés, cuyas cuotas pecaban por exceso, permitiéndole producir mucho más de lo que consumía y obligando a exportar la leche sobrante. Prendía entonces una espoleta que ahora finalmente estalla.

Houellebecq se ha propuesto ser el cronista de la escoria del primer mundo, por decirlo con el terrible sintagma que acuñó San Pablo para aludir a los cuitados apóstoles. Si el tema de nuestro tiempo es la batalla entre libre comercio y mercados cerrados (o liberalismo y populismo, o ciudadanía y nacionalismo, tanto da), sus grandes víctimas serán los perdedores de la globalización. Aunque, según dicen, la primera baja de toda guerra es la verdad. Recuérdelo todo escritor que trate de acometer una tarea similar. Al fin y al cabo, los ganaderos gallegos y asturianos, atomizados y expuestos a los vaivenes del mercado, indefensos ante las grandes corporaciones, darían para una buena novela. Y es que, tal y como enseñan los trucos del novelista francés, la mejor manera de conferir sentido a una desgracia es envolverla en fatalismo.

Jünger refiere una anécdota apócrifa en varios de sus libros. Un tipo contrahecho aborda a un pastor protestante y le interpela: «míreme, padre». El pastor lo escruta de arriba abajo, se encoge de hombros y dice: «pues, hombre, para ser usted un jorobado no está tan mal». La vida nos responde con indiferencia; la literatura, no.

Vivir es ver volver

Labrouse se refugia en la literatura cuando comprende lo inhóspito e implacable que es el mundo con los débiles. Sin embargo, Proust no le sirve. Mann, tampoco: como Hans Castorp, protagonista de La montaña mágica, se había revelado incapaz de huir de la fascinación que la juventud y la belleza ejercían sobre él, “así que toda la cultura del mundo no aportaba ningún beneficio moral ni ventaja alguna”.

Cosas veredes. ¿Quién en su sano juicio creería que la cultura puede salvarnos? Javier Gomá sostiene en Imitación y experiencia que Mann no se desembarazó de la oposición entre vida y arte (y, por ende, entre Kultur y civilisation) hasta la publicación en 1939 de Carlota en Weimar, donde hace decir a su maestro Goethe que ha nacido para la conciliación y no para la tragedia. Dicha junción, con la que Mann superaba la dicotomía que llevaba lustros escindiendo su vida, no era sino el producto de un impulso civilizatorio que desembocaba en la nueva sociedad contemporánea: la experiencia del nazismo le había hecho convencerse (¡a la fuerza ahorcan!) de que no puede haber yo sin otros.

Sirva el excurso para preguntarse si el protagonista de Serotonina sufre al no poder suturar una fisura que el viejo Mann, hace ocho décadas, resolvió en una complexio oppositorum a la altura de su tiempo. En otras palabras, ¿cae en la trampa más elemental del pensamiento reaccionario –esto es, idealizar un pasado que nunca existió y pugnar por su retorno-, al uncirse a la nostalgia de aquel tiempo previo al sueño de la libertad total, antes de que la mentalidad económica devastara una supuesta Arcadia doméstica, cuando era objeto de un amor incondicional y desinteresado, “como querían antes las hembras de la tierra”, por decirlo con el verso burlón de Luis Alberto de Cuenca? Decídalo el lector.

No son pocas las cuestiones que plantea esta novela intensa e incómoda, aunque también irregular. Sus puntos flacos no son nuevos en Houellebecq: la trama es endeble, el estilo no es para echar cohetes y el protagonista es de cartón piedra; súmese a ello que, abandonada aquella frescura inicial que cohonestaba sus tarascadas groseras, éstas se vuelven más y más cargantes. Así y todo, Serotonina conmueve y da que pensar. El insólito testimonio de fe con que se cierra es, bien mirado, la única salida posible al pesimismo houellebecquiano. Puede que la religión sea el opio del pueblo, pero es también, siguiendo a Marx, el suspiro de la criatura oprimida y el corazón de un mundo sin corazón.

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