THE OBJECTIVE
Nicolás de Pedro

España, ante el mundo que viene

«Aunque la fortaleza financiera china resulte incuestionable, es igualmente prematuro anticipar el definitivo ascenso de Pekín a la posición de liderazgo global»

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España, ante el mundo que viene

Nadie va a salir más fuerte de esta crisis. No en el corto plazo. Con diferentes niveles de intensidad, todos los países van a afrontar dificultades económicas, tensiones políticas y serios dilemas. La cuestión clave será quién se adapta mejor y más rápido al nuevo entorno estratégico. Entorno que, muy probablemente, va a estar caracterizado por la fragmentación, y seguro por las incertidumbres, la volatilidad y la competencia entre grandes potencias. Es decir, la crisis del coronavirus va a catalizar tendencias previas que ahora se percibirán con mayor intensidad y crudeza

A partir de ahí, solo cabe especular, ya que no es posible anticipar la magnitud, profundidad y duración de la crisis. No es solo que no sepamos siquiera cuánto tardará en estar bajo control la situación sanitaria o si habrá una vacuna, es que lo que suceda estará moldeado también por la confluencia e interacción de actores y fenómenos que resultan difíciles de prever. Por ello, aunque analizar dónde estábamos no permite predecir ni ser taxativo en cuanto a dónde vamos, sí puede ayudar a contextualizar y dotar de un cierto orden narrativo las dinámicas internacionales que se van configurando. 

Anunciar el fin del capitalismo como tal o el advenimiento de una nueva humanidad, por mucho que se revista de jerga académica o de legítimos anhelos medioambientales, no deja de reflejar un pensamiento adolescente. Ahora bien, la idea de que la globalización es un proceso irreversible y en avance constante se verá cuestionada como nunca antes. Probablemente habrá un impulso para repatriar industrias, para crear determinadas reservas estratégicas y desincentivos para el comercio internacional buscando una menor dependencia de las grandes cadenas de suministro. Pero anticipar el fin de la globalización resulta prematuro. No se trata solo de inercias económicas e institucionales, sino de marcos de referencia y cognitivos firmemente fijados durante décadas. Hasta hace unas pocas semanas, conectividad era la palabra fetiche en cualquier discusión de economía internacional. 

“La conectividad es el camino al futuro. Cuanto más conectados estemos, más oportunidades tendremos para encontrar soluciones políticas comunes y ofrecer prosperidad económica a los ciudadanos” apuntaba la anterior Alta Representante y Vicepresidenta de la Comisión Europea, Federica Mogherini, durante la presentación de la estrategia de la UE para conectar Europa y Asia en septiembre de 2018. Esta estrategia era, a su vez, la respuesta de Bruselas a la ambiciosa nueva ruta de la seda china, la Belt and Road Initiative (BRI), impulsada con el objetivo oficial de “promover la conectividad de los continentes asiático, europeo y africano y sus mares adyacentes, establecer y reforzar asociaciones entre los países a lo largo de la Belt and Road y crear redes de conectividad multidimensionales y multinivel”. Se competía por adquirir ventajas comparativas o una posición favorable en esa densa malla de conectividad global.  

El 5G, asunto estrella de la agenda internacional hasta antes de ayer, no es más que otro elemento dentro de este esquema. A grandes rasgos y generalizando quizás en exceso, en los debates sobre el 5G solía haber dos posiciones claras: la visión optimista de los economistas frente a la escéptica de los securitarios. Los primeros abogaban por no quedar atrás, los segundos alertaban de los peligros de la hiperconectividad y la dependencia de China. Es probable que la voz de los securitarios resuene ahora con más fuerza, pero quedar atrás en la carrera tecnológica y comercial también será un riesgo de seguridad y el voluntarismo político no podrá reemplazar sine die la racionalidad económica. Así que el dilema persistirá.  

Por esta misma razón, aunque la fortaleza financiera china resulte incuestionable, es igualmente prematuro anticipar el definitivo ascenso de Pekín a la posición de liderazgo global. Una vez que la crisis sanitaria esté bajo cierto control en la UE y EEUU aumentará la presión para clarificar las responsabilidades sobre el origen y la expansión del virus desde Wuhan. Los más de quince años transcurridos desde el estallido de la crisis del SARS en 2003 parecen tiempo suficiente para que una potencia que reclama una preeminencia global hubiera atajado los riesgos sanitarios derivados de los mercados de especies vivas. Hasta este momento, la hipótesis sobre el origen de la pandemia más aceptada, aunque los servicios de inteligencia de varios países contemplan otras hipótesis con respaldo científico. En cualquier caso, para evitar estas reclamaciones y probablemente también las críticas internas, las autoridades y medios bajo control estatal chinos han promovido hipótesis de tono conspirativo señalando a EEUU como origen del coronavirus. De hecho, uno de los aspectos más llamativos durante esta crisis ha sido la desacomplejada actividad de una diplomacia china crecientemente asertiva. Una tendencia que, a medida que aumenten las tensiones, cabe esperar que se agudice. 

Un entorno internacional menos amigable que tienda a la desvinculación comercial con China combinado, por vez primera en décadas, con ausencia de crecimiento económico también puede propiciar un régimen chino más asertivo en una doble vertiente. Por un lado, hacia dentro intentando reforzar el prestigio del partido comunista y el orgullo nacional lo que, por otro lado, puede traducirse en una postura más agresiva hacia fuera, tanto en el escenario regional como en el global. Y aquí es previsible desde la intimidación militar a vecinos inmediatos como el uso de todo tipo de recursos como elementos de poder nacional. Por ejemplo, el uso del músculo financiero chino como mecanismo de presión e intimidación a países europeos miembros o no de la UE.   

Como resultado de la pandemia, el prestigio del partido comunista chino puede haberse resentido en el ámbito doméstico. La opacidad informativa china solo permite conjeturar, pero es posible que las dudas de los observadores foráneos sobre la veracidad de las cifras de fallecidos ofrecidas por Pekín sean compartidas por parte de la población, al menos, en las zonas más afectadas por la expansión del virus. Así que, previsiblemente, persistirán y se impulsarán las narrativas sobre las bondades y ventajas comparativas del modelo de gobernanza chino. No es un aspecto novedoso, pero sí mucho más visible en Europa en las últimas semanas

Durante años, era habitual escuchar en los debates internacionales a autores chinos defendiendo la coexistencia armoniosa de varios modelos políticos dentro del marco narrativo del ascenso pacífico de China. En tiempos recientes, empero, era y es cada vez más frecuente escuchar a intelectuales chinos argumentando que su modelo, sin ser perfecto, es mejor que la democracia liberal. Aquí y aquí dos buenos ejemplos. La idea central de estas visiones es que el modelo chino es más adaptable a largo plazo, supuestamente más meritocrático en la selección de líderes y más legítimo por la prosperidad expansiva que genera. Queda, pues, por ver cómo resiste este modelo un periodo prolongado de ralentización o crisis económica. 

Otro debate paralelo y recurrente ha sido el de si China difundía o no su modelo más allá de sus fronteras. Debate, cuyos términos en mi opinión, suelen estar mal enfocados. La cuestión no es la promoción del rígido sistema de partido único, sino el impacto internacional de su modelo político y social. Las formas de producir en China o, por ejemplo, la exportación de tecnologías de vigilancia y control social difunden un determinado modelo de sociedad, aunque no sea ese el objetivo que se persigue. La cuestión son los efectos, no necesariamente las intenciones o la agenda. Europa debe, pues, valorar la potencia tecnológica y financiera china desde múltiples ángulos. Suponer que la sostenibilidad del modelo de bienestar y el sistema liberal europeo no tiene que ver con este debate es no sólo ingenuo, sino temerario.      

En su despliegue global, Rusia es un socio clave para China. Lo que une a Moscú y Pekín es su deseo compartido de poner fin a la hegemonía occidental y el liderazgo incontestado de EEUU. Todas las suspicacias, competencia o recelos históricos quedan eclipsados por este objetivo estratégico y explica la solidez de su vínculo. Por eso, conviene tener muy presente que cuando Rusia y China hablan de multipolaridad, igualdad soberana en un sistema internacional más democrático o la necesidad de una mayor estabilidad estratégica eso tiene poco o nada que ver con la agenda y principios de la UE. Multipolaridad ni equivale ni entraña multilateralismo. Y, lo que es peor, Moscú y Pekín conciben la soberanía real no como un derecho sino como la capacidad de quienes pueden ejercerla por sí mismos. Es decir, igualdad entre iguales, no igualdad para todos. Este enfoque se traduce en una concepción de polos regionales con estados vecinos vasallos, aunque formalmente soberanos. De ahí, las tensiones y malentendidos con una Bruselas con dificultades institucionales y políticas para entender que lo que cuenta no es la bondad o racionalidad factual de sus políticas, sino las percepciones y las agendas regionales y globales de Moscú y Pekín.   

La crisis del coronavirus puede poner a prueba el frágil sistema sanitario ruso más allá de Moscú, San Petersburgo, Kazán y alguna otra capital provincial. Antes de la expansión del virus, el colapso de los precios del petróleo, unido a un creciente y cada vez más visible cansancio de los rusos con el estado de las cosas ya planteaba un escenario complejo para el Kremlin. Un inciso: lo que los rusos denominan el sistema y la figura de Putin son parte de lo mismo, pero no exactamente lo mismo. En cualquier caso, visto desde el espacio UE-OTAN, el problema es que esta percepción de vulnerabilidad del Kremlin, salvo cataclismo en Rusia, puede actuar más como acicate para una mayor agresividad hacia fuera que no hacia la cooperación y el compromiso. Además, a medida que la crisis económica y política tense la situación en los estados miembros eso será un incentivo, acaso irresistible, para que Rusia apueste aún más por erosionar y neutralizar a los países europeos y sus instituciones de forma encubierta desde dentro. El mal estado del vínculo trasatlántico actuará también como estímulo para la agresividad del Kremlin. 

El impacto del coronavirus en EEUU es una de las grandes incógnitas para la geopolítica global. En la fase actual, la crisis no va a testar su capacidad de generar y proyectar poder nacional, sino, sobre todo, su cohesión y paz social. Quizás, la vulnerabilidad más evidente del país y un elemento crucial para su proyección exterior. “Una América segura, próspera y libre es una América con la fuerza, la confianza y la voluntad para liderar fuera” así empieza la Estrategia de Seguridad Nacional adoptada en diciembre de 2017. 

De momento, la crisis ha alterado por completo el escenario de cara a las elecciones presidenciales de noviembre. Pero sea Donald Trump o Joe Biden el ganador, algunas dinámicas se mantendrán, aunque puedan cambiar el tono y las formas. La concepción de China como competidor estratégico que recoge la Estrategia de Defensa Nacional de 2018 refleja el consenso forjado en la última década entre republicanos y demócratas. Este documento, ya anticipaba la competición estratégica entre grandes potencias y la “rápida difusión de tecnologías y nuevos conceptos de cómo hacer la guerra” como principales desafíos para EEUU y sus aliados. Debate en el que lleva inmerso Washington más de un lustro. China, Rusia y algunos actores no estatales han adaptado e integrado sus métodos y capacidades de tal forma que la superioridad de EEUU ya no se traduce fácilmente en primacía estratégica, ventajas políticas o económicas. Al contrario de lo que suele creerse, el repliegue de EEUU no persigue el aislamiento, sino recuperar una mayor efectividad frente a este nuevo entorno. Este dilema estratégico se percibirá ahora con mayor virulencia y crudeza.  

En definitiva, se trata de un contexto muy poco propicio para la UE y, en consecuencia, doblemente problemático para una España con tendencia al ensimismamiento internacional y que padece la ausencia de un proyecto nacional claro y compartido. La UE, salvo que sea capaz de adaptarse rápidamente al nuevo entorno, será más un teatro donde se dirima esta competición estratégica que un actor que lidere la agenda global. Nuestra tendencia a delegar el pensamiento estratégico a la UE o la OTAN resultará, por consiguiente, cada vez más inasumible, aunque la crisis económica refuerce la propensión a centrarnos exclusivamente en los asuntos domésticos. 

Cuando se habla de unos nuevos Pactos de la Moncloa se suele perder de vista la importancia de la dimensión internacional y del consenso sobre el “retorno” a Europa en la transición democrática. Eso explica, en buena medida, la exitosa proyección internacional española hasta su participación como miembro fundador del euro. Pero, quizás, el énfasis en el objetivo nos llevó a confundirlo con un final cuando se trataba de un principio. Eso ha provocado que, desde entonces, careciéramos de un rumbo y un proyecto estratégico claro más allá de un europeísmo entusiasta, pero naíf. Ya estábamos en Europa, pero se trataba de asumir que ahora éramos Europa. Y lo que probablemente va a testar este entorno global darwiniano al que estamos abocados no es dónde estamos, sino quiénes somos. Ese es el debate pendiente de España.

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