THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Farenheit 451

«En Canadá han ardido álbumes de Tintín, de Astérix y de Lucky Luke en el proceso de revisión histórica me temo que no ha hecho más que comenzar»

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Farenheit 451

Engin Akyurt | Unsplash

En tiempos antiguos, la letra y la palabra encerraban en sí el misterio y a través de ellas Dios se comunicaba con los hombres. Sin movernos de nuestra cultura, aquellas palabras inscritas en un muro durante el festín de Balthasar –Mane, Tecel, Fares– anunciando la caída de Babilonia, o las letras con las que soñó el emperador Constantino antes de la batalla, determinan el mundo que hemos conocido. Y son sólo dos de múltiples ejemplos. Pero cuando el tiempo aún no era tiempo, fueron las imágenes –de los caballos y ciervos de Lascaux a los bisontes de Altamira, pasando por manos en la piedra, nadadores pintados en la arenisca y escenas de danza y cacería– las que indicaron nuestro sentido de la trascendencia.

Hace años que el esplendor de la palabra ya no es tal y su decadencia va convirtiendo el lenguaje en un balbuceo, mientras que el triunfo de la imagen se ha instaurado allí donde pongamos nuestros ojos y ya no nuestros oídos. Wittgenstein anunció el silencio del hombre y el estruendo de los cañones de la Gran Guerra dio paso al nuevo poder de la imagen sobre la palabra. Pero los ciclos no duran y se suceden y hay signos de que retorna el espíritu iconoclasta que acaba llegando tras la saturación de imágenes. El regreso de los talibanes no es, en el fondo, más que otro síntoma global. Como lo fue y sigue siendo el empobrecimiento atroz y sin remedio del lenguaje a través de nuestros representantes públicos. O la curiosa cartografía que trazan las nuevas literaturas, cada vez más monolíticas e intransigentes.

No hay más que detenerse sobre el mapa y no necesariamente de Afganistán. Estos días se ha producido en Canadá un auto de fe. Como quien no quiere la cosa –estábamos demasiado ocupados para darnos cuenta– han ardido álbumes de Tintín, de Astérix y de Lucky Luke –imagen y palabra– y esto, en el proceso de revisión histórica me temo que no ha hecho más que comenzar. A la purificación por el fuego, me refiero. Farenheit 451 ha empezado en distintos colegios de Ontario, pero la cultura –por llamarle algo– de la cancelación no tiene freno. Y los hay a quienes el olor a humo excita cosa mala porque les conecta con el pasado –del fuego de la caverna a la quema de brujas– y en fin…

Voy a lo mío. Nunca me interesó en lo más mínimo Lucky Luke y respecto a Astérix tengo la sospecha de que ha servido de munición al independentismo fuera de Francia. Chovinismo reconvertido en nacionalismo, al saltar simpáticamente sus fronteras. Pero a las aventuras de Tintín les debo mucho y aún hoy, siguen acompañándome la mayoría de sus personajes y los hay que a veces dan solución a cuestiones inesperadas. Leyendo esas aventuras dudo mucho que alguien se haya creído que todos los africanos eran torpes y los indios, borrachos; nadie ha reivindicado la visión colonialista del primer Hergé, al revés, o el complejo de superioridad –si puede llamársele así– que desde la aldea gala ejercían Goscinny y Uderzo. Nadie. Aunque argumentar o razonar no sirva, en estos casos, de nada. De nada frente a las llamas y a unos cuantos profesores dispuestos a exorcizar el pasado quemando tebeos, que es lo que ha ocurrido en varios colegios de Ontario, para más inri el Canadá francófilo (lo digo por la nacionalidad del belga Hergé y de los creadores de Astérix y de Lucky Luke).

Organizar un auto de fe con sus álbumes no deja de ser, por un lado y éste sí, un acto de protección colonialista ante la ofensa: fijaos cómo volvemos a protegeros ahora por lo malos que fuimos en el pasado, caricaturizándoos. Y por otro es reinaugurar en Occidente lo que habíamos enterrado hace un siglo: que ardan los libros y justamente empezar por los que mezclan imagen y palabra. Por si no supiéramos que el lenguaje ya no cuenta –lo destrozamos cotidianamente– y que el imperio de la imagen puede estar dando, por exceso, sus últimas boqueadas, va y organizamos una quema de papel para ir dando ejemplo.

Los iconoclastas están a las puertas de casa como estuvieron los bárbaros a las puertas de Roma y por nosotros que no quede. Si seguimos haciendo tonterías y las atraviesan –esas puertas– ni siquiera se sabrá en la ciudad qué es lo que hay que defender, o si queda algo por defender, la verdad.

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