THE OBJECTIVE
Lea Vélez

Fuerzas de voluntad

Dejar de fumar, perder cinco kilos, salir más, empezar un coleccionable. En los primeros días de septiembre se abre una de esas ventanas siderales en el espacio-tiempo. Una puerta de esas que nos muestran como en un espejismo lo que queremos ser pero no podemos

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Fuerzas de voluntad

Dejar de fumar, perder cinco kilos, salir más, empezar un coleccionable. En los primeros días de septiembre se abre una de esas ventanas siderales en el espacio-tiempo. Una puerta de esas que nos muestran como en un espejismo lo que queremos ser pero no podemos: ex fumadores, delgados, amados, algo más… ¿felices? Cada trimestre, más o menos, el calendario interior nos brinda nueva oportunidad para nuestros buenos propósitos: ahora, en la antesala del otoño, con el inicio del curso escolar; en enero, con el inicio del año natural y el refrán: “año nuevo, vida nueva” y de nuevo, en primavera, con la operación verano y la semana fantástica, que motivan mucho más que Paulo Coelho.

Está claro que el hombre, a lo largo de su historia, ha sabido darse oportunidades para empezar, quitarse lo que no le gusta o ponerse lo que anhela, aunque rara vez logra terminar y cumplir no ya con sus grandes sueños, sino con los más humildes propósitos.

¿Cómo hacerlo? ¿Cómo conseguir que algo tan aburrido como hacer ejercicio sin un fin más claro que el de quemar calorías o dejar algo tan instalado en nuestra química cerebral como el tabaco, cómo conseguir que algo tan simple como forjar una mejor versión de nosotros mismos sea tan difícil que tengamos que darnos una oportunidad cada tres meses para retomar nuestras repetidamente abandonadas buenas intenciones?

Veo un documental en la BBC sobre el ejercicio físico y cómo estar en la mejor forma posible en el mínimo tiempo posible. Se analizan todos los mitos: si es mejor usar más peso y menos repeticiones, más repeticiones y menos peso, caminar 10.000 pasos o simplemente andar 10 minutos cada día a paso ligero, se analizan las drogas naturales del cerebro tras correr para ver si es verdad que hay gente que “se engancha” y otra que no. Se llega a la conclusión de que no es necesario machacarse durante horas, sino hacer diez minutos de gran intensidad dos veces al día, dos días por semana, cosa que a mí, me encanta y después, en pantalla, un experimento sobre la fuerza de voluntad.

A un grupo de participantes les piden que resistan con las piernas flexionadas y la espalda en la pared todo el tiempo que puedan. Los científicos cronometran el tiempo. Por la tarde, los conejillos de indias humanos son divididos en dos grupos. A los participantes del grupo A les hacen pasar a una habitación donde hay unas aromáticas galletas de chocolate calientes cerca, en una mesa (hasta yo puedo olerlas, qué ricas).  Les explican que las galletas son para luego y les piden de nuevo que hagan el ejercicio de aguantar con la espalda contra la pared y las piernas flexionadas, sentados en el aire. A los participantes del grupo B no les ponen la tentación de las galletas y les piden simplemente que repitan el ejercicio que ya hicieron por la mañana. Se cronometra su resistencia de nuevo. El resultado, cómico, humano y previsible, es que los miembros del grupo A, ante el aroma a obrador parisino, resisten mucho menos tiempo de lo que lo hicieron en la prueba de la mañana. El grupo B resiste el mismo tiempo o más y los científicos explican que la fuerza de voluntad es limitada, que algo así como esa energía que ni se crea ni se destruye, tenemos la que tenemos para todo el día y que si la usamos para resistirnos a los cantos de las sirenas, no la podemos usar también para resistir minutos y minutos en una incómoda postura que requiere resistencia abdominal, por ejemplo. Esto significa que nadie, o casi nadie, tiene fuerza de voluntad, sin más, para cambiar una rutina vital que además lleva un componente adictivo, como el tabaco, comer dulce, dejar el alcohol.

Si, por ejemplo, queremos ir a hacer ejercicio después del trabajo, lo mejor es no pasar por casa, porque ahí sufriremos los cantos sireniles de nuestro mejor amigo: el sofá. Nos dirá cosas como: “hoy estás muy cansado, déjalo para mañana”, “quizá sería mejor si fueras al gimnasio a primera hora, déjalo para mañana”, “te mereces unos mimos, un café y unas galletas”, “las galletas son mejores que el ejercicio”, “ponte unas galletas y olvídate del gimnasio, que además, es muy caro”. Eso dicen a veces los sofás, por lo menos a mí. Si tomamos un café y siempre fumamos un cigarrillo, debemos eliminar el primero para evitar la asociación pauloviana que se produce en muestra mente, porque el café nos dirá: “vamos, necesito ese cigarrillo, es el compañero perfecto para este saborcillo amargo y amigo…”.

Yo dejé de tomar café durante años cuando eliminé el tabaco de mi vida porque era consciente de que para ayudar a la fuerza de voluntad hay que cambiar muchas otras conductas.

Pero para hacer ejercicio, para dejar de fumar, para ponerse a dieta o para aprender una nueva disciplina hace falta motivación, ya sabemos que la fuerza de voluntad es una birria, y esto es algo mucho más profundo que a veces no depende de nosotros, sino de la suerte, de la casualidad o de los recodos de la vida. La motivación no es tener fuerza de voluntad. Es tener un motivo poderoso. Un motivo concreto que se hunde en el alma, como el metal en el barro, para hacer algo, impulsarnos a ello, sea la fecha que sea del año. Cuando yo dejé de fumar, hace doce años, ni era enero, ni era septiembre. Me gustaba fumar, fumaba como el proverbial carretero, disfrutaba de cada calada y de cada café al que acompañaba con nicotina. Encontraba todas las excusas de defensa del fumador. Era una abanderada del tabaco. Entonces vino el cáncer de mi marido y le dijeron que para las sesiones de radioterapia era imprescindible que eliminase la nicotina pues podía dañarle los órganos a los que iban dirigidos los rayos gamma. Mi padre dejó de fumar en circunstancias parecidas, cuando a los 40 años le detectaron una rara enfermedad de la circulación periférica y le dijeron: si no deja usted de fumar, le tenemos que cortar una pierna. Prefirió cortar el tabaco, claro. Yo dejé de fumar para ayudar a mi marido a curarse en la desesperada idea de querer salvarle la vida y cada día que no fumo, pienso que fue él quien me la salvó a mí.

Me la salvó, porque con la nueva perspectiva que me dio su muerte, sentí una motivación nueva, radical, por hacer de cada cosa que escribo, miro o que pienso, un momento brillante.

Empecé a hacer solo lo que me gusta, a ganar menos dinero, pero escribiendo más feliz, me propuse disfrutar sin proponérmelo, gracias a una motivación inconsciente que aún alimenta mi espíritu. Paso el mayor tiempo posible con mis hijos, mi instinto me obliga a vivir a favor de la corriente, pero esforzándome por, quizá, hacer que su muerte cuente para nuestra riqueza diaria. Quizá es un autoengaño, un espejismo, pero creo haber conseguido cosas con la escritura que hace unos años habría considerado imposibles, gracias a la motivación.

Así que me pregunto si la suerte en la vida no es tener fuerza de voluntad, sino la ocasión y la suerte de que en nuestro camino se interpongan puntos de giro, momentos de lucidez casual, incluso desgracias: la enfermedad, el hambre, la rabia, la necesidad de amor. Encontrar motivación para casi cualquier cosa en la vida es muy difícil. Cuando aparece, hay que saber reconocer su naturaleza escurridiza, su brillo en la pupila, entender que es una oportunidad entre un millón y agarrarse a su estela, aunque a veces, tengamos claro que el premio esperado, el resultado ansiado, no es más que una irracional, mal pagada, pero feliz necesidad de seguir.

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