THE OBJECTIVE
José García Domínguez

El futuro de la extrema derecha

«Porque los seres humanos podemos aspirar a la libertad o a la igualdad como valores supremos e innegociables, pero no a ambas a la vez»

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El futuro de la extrema derecha

Jerry Wang | Unsplash

Nosotros, muy civilizados y algo decadentes hijos putativos de la Ilustración, estamos preparados intelectualmente para aceptar sin excesivo pestañeo que la verdad nos venga de Agamenón o de su porquero, salvo, claro está, que su porquero se llame extrema derecha. Pero resulta, ¡horror!, que hoy se llama extrema derecha. Isaiah Berlin, aquel judío errante que acabó sus días sirviendo al Imperio Británico, acaso fue el primer pensador europeo que comprendió la radical incompatibilidad de fondo entre los muy bellos ideales de la Revolución Francesa. Porque los seres humanos podemos aspirar a la libertad o a la igualdad como valores supremos e innegociables, pero no a ambas a la vez. Los cementerios –y las cunetas– del siglo XX están llenos de cientos de miles de testimonios silentes de ese viejo conflicto irresoluble que refleja tanto la escisión interna de la naturaleza humana como la impotencia última de la política. Y con los grandes principios axiales de este tiempo histórico, el que le ha tocado vivir a nuestra generación, ocurre algo similar. Cuando desapareció el comunismo de la faz de la Tierra y Fukuyama se aventuró a profetizar el alegre final de la Historia, allá en el ocaso de los ochenta, el nuevo catecismo de la utopía liberal que ocuparía el lugar de su difunta pariente marxista se alzaba sobre un trípode ideológico, el formado por la globalización económica, la democracia política y la soberanía nacional. 

Tres grandes principios rectores que, al igual que los que alumbraron el mundo moderno posterior al Antiguo Régimen, también han resultado ser contradictorios entre sí. Algo que acertó a formalizar otro judío errante, Dani Rodrik, ese muy sutil economista sefardí que ahora enseña en Harvard, el mismo que acaba de recibir un merecidísimo Príncipe de Asturias. Los países, todos los países, sostiene su ya célebre tesis del trilema, están condenados de modo irremisible, y por efecto del desarrollo transnacional de los mercados, a tener que elegir entre tres querencias irreconciliables dentro de un mismo espacio físico y temporal. Pues sólo dos de ellas podrían coexistir a la vez. Se impone, por tanto, y como un imperativo absoluto, renunciar. Ya sea renunciar a la democracia, ya a la soberanía, ya, en fin, a participar plenamente del proceso globalizador. Y todo empeño por forzar su cohabitación, la obsesión común de las élites liberales y progresistas de Occidente, aboca a algo mucho más frustrante y peligroso que la melancolía. La genialidad de Rodrik fue comprender que, aquí y ahora, procede compaginar la democracia efectiva con el ejercicio de la soberanía nacional, eso sí, siempre que se renuncie de grado a la globalización. Es lo que con inobjetable lucidez defiende la extrema derecha en todas partes. 

También cabe adherirse a la globalización y postular la soberanía, si bien el precio consistirá en renunciar a la democracia (los mercados, guste o no, pasarán en tal caso a ocupar un lugar jerárquico por encima de los parlamentos en materia regulatoria). E igual resulta factible maridar democracia con mundialización de la economía, pero a condición de que el Estado-nación del XIX se haga a un lado a fin de dar paso a nuevas macrosoberanías de alcance continental. Es el dilema de nuestro siglo. La de la globalización, nadie solvente lo cuestiona, ha sido una historia de éxito. Liberado de su antiguo marco local, el capitalismo mundializado ha demostrado ser capaz de beneficiar a muchísimas más personas de las que pudieran salir perjudicadas por su enésimo cambio de piel. Y lo ha demostrado con creces. Es algo indiscutible. Tan indiscutible como la evidencia de que los grandes ganadores de ese proceso viven a decenas de miles de kilómetros de nosotros, fundamentalmente en Asia, la región del planeta donde, según los cálculos más afinados, residen nueve de cada diez de ellos. Nueve de cada diez, sí. Por el contrario, los grandes perdedores, sin excepción, están todos aquí, en casa, a la vuelta de la esquina, en los cada vez más amplios territorios desindustrializados y deprimidos de Europa y Estados Unidos donde las antiguas clases medias empobrecidas incuban su frustración creciente. Porque la globalización ha tenido un éxito enorme con la promesa de crear riqueza, pero la ha creado demasiado lejos. No hay más secreto que ese  para entender el imparable crecimiento a ambas orillas del Atlántico de lo que, a falta de otra palabra provista de algún significado preciso, hemos dado en llamar populismo. La extrema derecha ha llegado para quedarse.

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