THE OBJECTIVE
Alexandra Gil

Héroes

Lassana Bathily, Franck Terrier, Guillaume Valette y Aurélie son héroes, supervivientes y víctimas del horror de los atentados yihadistas en Francia

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Si hoy preguntásemos a un grupo de franceses quién es Lassana Bathily respondería, con toda seguridad, que no tiene la menor idea. Lo mismo sucedería si en su lugar, nombrásemos a Franck Terrier. Encogerían los hombros, arquearían las cejas y ladearían la cabeza. Sin embargo, no hace tanto tiempo, ambos ciudadanos fueron elevados a la categoría de héroes de la República, tras dos atentados que traumatizaron a un país entero.

Bathily era reponedor en el Hypercacher de Vincennes en el que, en enero de 2015, Amedy Coulibaly asesinó a cuatro personas tras una toma de rehenes que se alargó más de cuatro horas. Este maliense, que residía en Francia desde 2006, arriesgó su vida para salvar la de seis clientes a los que escondió del terrorista en una cámara frigorífica del supermercado. Su acto de valentía fue premiado otorgándole un par de semanas después la nacionalidad francesa.

El 14 de julio del año siguiente, el horror se ensañó de nuevo con Francia, esta vez en el Paseo de los Ingleses (Niza), con un atropello múltiple que, en cuatro minutos y 17 segundos, arrebató la vida a 86 personas. Usted, lector, recordará aquel camión con absoluta nitidez; el sociólogo Gerôme Truc hablará, no en vano, del innegable impacto que tiene el tipo de cobertura mediática de un ataque a la hora de desarrollar más o menos empatía por sus víctimas. Lo conducía Mohamed Lahouaiej-Bouhlel, que durante un tramo de su funesto trayecto vio su plan entorpecido por la intervención espontánea de un vecino de Niza: Franck Terrier.

Al percibir la intención del atacante, maniobró con su motocicleta para bloquear su trayectoria y encaramarse a la ventanilla del camión. Cuerpo a cuerpo con el fanatismo. “Me vi cara a cara con el terrorista. Me apuntó con su arma pero no acertó. Me golpeó la cabeza y caí, pero logré reengancharme y subir de nuevo”, contaría un año después a LCI. Terrier asestó golpes sin cesar en la cabeza del conductor y su acción fue decisiva para impedir que Lahouaiej-Bouhlel siguiese llevándose por delante a los transeúntes. Por ello y durante el tiempo que dura un Trendic Topic, se habló de Franck como el héroe de la scooter, un héroe al que el alcalde de Niza galardonaría con la Legión de Honor.

El pasado 10 de octubre, Terrier intentó sin éxito quitarse la vida en la misma ciudad que no hace tanto ensalzaba su valía, como si el calificativo ‘héroe’ debiera o pudiera despojarle de su condición de víctima. Como si forcejear con la muerte a pecho descubierto no le hubiera transformado un ápice. El sentimiento de culpa, contó Terrier, “por no haber podido salvar más vidas durante el ataque” sumió a este padre de familia en la profunda depresión que le empujó hace unos días al intento de suicidio.

El estrés postraumático sí logró llevarse por delante a un joven de 31 años, Guillaume Valette (qué importante es llamar a las víctimas por su nombre). Sobrevivió al horror en la sala Bataclan, pero no a las secuelas psicológicas de haberlo presenciado. En noviembre de 2017 se ahorcó en su habitación del hospital psiquiátrico en el que llevaba interno poco más de un mes.

Tan importante es el reconocimiento público de un acto heroico como la transmisión a la sociedad civil de esta certeza: las víctimas del terrorismo no dejan de serlo cuando la ceremonia llega a su fin. No lograremos que nuestras sociedades sean resilientes ante la polarización y el terrorismo si no otorgamos a las víctimas del terrorismo el acompañamiento y apoyo que necesitan. Las medallas son más que necesarias, pero si se reducen a un acto simbólico contribuyen a una visión cortoplacista de la problemática: aquella que cree poder guardar cada atentado en su correspondiente cajón, con su villano, su héroe, su relato.

En cambio, darles la palabra, recordar que son víctimas, visibilizar su combate por la reconstrucción de una vida rota, otorgarles un papel protagonista en la búsqueda de soluciones les convierte en el hilo conductor de la memoria colectiva de un país.

Charlo a menudo con Aurélie*, que todavía guarda encajada en su pelvis una bala perdida del Bataclan. Como a muchos supervivientes, le persiguen tanto la culpa como la obsesión por comprender por qué ella sigue viva. Por qué los demás no. Sufre episodios de estrés postraumático cada vez que un atentado golpea Francia. Es incapaz de montarse en el metro sola. Todavía no ha cumplido los 35 años, pero volver a escuchar música en una sala de conciertos ha dejado de ser una opción. En 2016 fue una de las primeras supervivientes en quejarse de que los familiares de las víctimas del 13N recibieran una carta de Hacienda para que sus hijos, asesinados, pagasen los impuestos que correspondían al año anterior. Errores administrativos que deberían considerarse insultos a la memoria de las víctimas y, por consiguiente, a toda la sociedad. Me cuenta que ha perdido la cuenta de las veces que ha cambiado de psicólogo, porque los primeros que el gobierno puso a disposición de las víctimas se dormían durante la consulta. Que las sirenas en la calle le producen ataques de pánico. Que se medica cada noche para poder dormir.

Aurélie, que no hace mucho se vio forzada a abandonar París para seguir adelante, tiene a menudo la sensación de existir exclusivamente cuando se acerca el aniversario del 13 de noviembre. Reportajes, apoyo, visibilidad efímera. Cuenta que se ve a sí misma anclada entre dos tierras: para unos, encorsetada en un papel de víctima, como si los demás aspectos de su identidad hubiesen desaparecido cuando puso un pie en aquella sala, como si ya no fuese mujer, amiga, publicista, feminista, amante del rock. Para otros, estigmatizada por no ser capaz de dejar atrás sus cicatrices. A veces, cuando gente de su entorno le pregunta cómo le va la vida y ella habla de sus secuelas tras el atentado, todavía hay quien responde: “Con la suerte que tuviste, ¿por qué no pasas página?”.

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