THE OBJECTIVE
Ignacio Peyró

Historias de periódicos

El fundador del Financial Times a punto estuvo de quebrarlo por deudas; en cuanto al primer editor del Times, terminó expuesto en la plaza pública al vilipendio de las gentes. Como un pecado original, la mala nota acompañó de siempre al periodismo.

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Historias de periódicos

El fundador del Financial Times a punto estuvo de quebrarlo por deudas; en cuanto al primer editor del Times, terminó expuesto en la plaza pública al vilipendio de las gentes. Como un pecado original, la mala nota acompañó de siempre al periodismo.

El fundador del Financial Times a punto estuvo de quebrarlo por deudas; en cuanto al primer editor del Times, terminó expuesto en la plaza pública al vilipendio de las gentes. Como un pecado original, la mala nota acompañó de siempre al periodismo: la misma calle en que nació –Fleet Street- se vio equiparada al “callejón de la ginebra” de Gin Lane y fue el emplazamiento sin sorpresas para el primer urinario público.

El barrio iba a atraer desde pronto a ese lumpen de la escritura que son gacetilleros, negros y reseñistas de ocasión, pero –lirios entre espinas- también a los Johnson, los Pepys y los Lamb. Si en esa tierra de aluvión prendió “la bazofia sentimental” de los tabloides, hasta el Financial Times acabaría por redimirse como “biblia del hombre de bolsa” y el Times como una institución “sólo comparable a la Corona”. Que lo mejor y lo peor llevaran el mismo nombre de periodismo tal vez fue otra mancha original.

La vieja máxima de “simplifica y exagera” difícilmente abonó en el gremio la ética de un Catón: en zonas de desastre, se hizo famoso cierto diario que siempre buscaba “una mujer violada que hable inglés”. La competencia y la rivalidad eran una furia, como bien supo aquel corresponsal bélico al leer el telegrama de sus jefes: “Al del Mail le han pegado un tiro. ¿Por qué a ti no?” Por supuesto, los periodistas eran insobornables en la medida en que ni siquiera hacía falta sobornarlos. Junto a esto, había diarios que citaban la Anábasis en griego, y semanarios –como se dijo del Economist- “con una devoción por los hechos rayana en el fanatismo”.

A mediados del XIX, el Times –a modo de defensa- editorializó que “requerir que un periodista y un hombre de Estado respondan a las mismas reglas implica mezclar cosas por su misma esencia diferentes”. Esta será una pelea interminable: de visita en un país tropical, el duque de Edimburgo afirmó que allí tenían mosquitos con la malaria, pero en su casa tenían periodistas. Blair, en una llama de inspiración de su speechwriter, los llamó “bestias ferales”.

Como escribió nuestro Moratín, los periódicos todavía serán válidos para “sostener la libertad”, pero un precio de esa libertad pasa por castigar al News of the world y sus malandanzas. En tiempos, Ensor dijo que las leyes antidifamatorias habían contribuido no poco al oficio, a refinar su labor y a blindar su credibilidad. Que algo se ha roto parece claro cuando uno piensa que los periodistas fuimos los “gentlemen of the press” y ahora somos no más que “los chicos de la prensa”.

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