THE OBJECTIVE
Lea Vélez

Incultura moral

«El acoso escolar tiene muchas caras, siendo la menos habitual la agresión física clara y reconocible y la más habitual el pinchazo constante»

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Incultura moral

Martin Meissner | AP

Cuando era niña sufrí acoso escolar a causa de mis altas capacidades. Durante años y años supe lo que era ser la rara, la niña que casi no tiene amigas, que nunca es aceptada en el grupo de «la mayoría» y que cada poco tiene «incidentes» (llantos, agresiones, enfados) con otras niñas de la clase. Yo fui clasificada por mis profesoras como «una niña difícil» que sorprendentemente sacaba muy buenas notas aunque no se esforzaba jamás.

Cuando era niña no sabía lo que era el acoso escolar. Ni siquiera se hablaba de ello. Nadie venía a dar una charla al colegio y las pedagogas brillaban por su ausencia. Los niños te hacían burla en el colegio, te decían cosas terroríficas, te metían arena por el cuello del babi, te daban un pisotón, te tiraban el lápiz al suelo, te obligaban a dejarles el puesto en la fila, rechazaban activamente y con malos modos tus propuestas de juego, te hacían el vacío, no querían trabajar en grupo contigo, no te escogían para los juegos en equipo, te decían: «No te juntes que hueles mal», se metían con tu ropa y te decían que llevabas zapatos ortopédicos un día y otro y otro y tres días no, pero luego tres días sí y así. El colegio era una cárcel; el acoso, su tortura. Uno de mis recuerdos más constantes durante mi etapa escolar es pasar el recreo en un rincón del patio llorando.

Entonces a eso no se le llamaba acoso escolar. «Te tienen envidia», me decía mi madre y yo recuerdo que pensaba «¿Pero qué dice esta mujer? Tengo la nariz grande, llevo zapatos ortopédicos, no sé jugar a nada, mi ropa es fea, mi pelo es demasiado liso, no tengo amigas y las profesoras no me aprecian. ¡¿Envidia de qué?!». Y esta es la clave: ¿qué niño al que le han robado la autoestima va a creer que la envidia puede ser un desencadenante de acoso a los niños con altas capacidades?

No existían protocolos, al menos en mi colegio y en muchos otros miles de colegios, que evitaran el acoso escolar, lo identificaran y lo previnieran. Lo más a lo que podía llegar la cosa era que la directora le dijera a mi madre: que su hija no hable en el colegio sobre su ateísmo para que no se metan con ella, para que no le digan que irá al infierno, que vendrán los demonios por la noche y se la llevarán, que le crecerán patas de cabra, que le saldrá bigote, que se morirá asfixiada mientras duerme. Que ella no hable sobre lo que piensa para que no se metan con ella, que no diga que su casa está llena de libros, porque se ríen de ella diciendo que eso es imposible, que no diga nada que provoque burla porque luego se enfada y acaba pegándole a alguien un bofetón. He vivido toda la vida resentida contra aquel acoso y tardé más de media en tener otra vez autoestima.

El otro día me llamaron del colegio para decirme que mi hijo pequeño había dado dos puñetazos y pegado a varios compañeros. Esta fue la primera frase de la profesora: su hijo ha cometido una agresión que en condiciones normales conlleva dos días de expulsión.

Si existe un niño más pacífico, más tranquilo, dulce y feliz en cualquier situación, es este niño mío, que es tan cariñoso y empático que hay que frenarle para que no se lance a acariciar a los bebés ajenos que rezuman dulzura desde sus cochecitos. La profesora admitió que era muy raro que mi hijo se hubiera puesto así, pero que al parecer otro niño no había pronunciado bien el nombre de su gorro ruso —un gorro ushenka de orejeras forrado de piel que mi hijo adora— y esto le había molestado hasta el punto de pegarle al otro.

Por la noche me llamó la madre de un compañero de mi hijo para contarme que mi hijo no se había puesto a pegar a nadie porque alguien hubiera pronunciado mal el nombre de su gorro, sino porque llevaba toda la semana siendo acosado hasta que varios chavales se pusieron de acuerdo y lo rodearon y le sometieron a una situación clásica de acoso hasta que se enfadó y empezó a dar patadas y manotazos para quitárselos de encima.

Tras hablar con el niño y hacerle un paciente interrogatorio logré discernir lo que los profesores no sabían ver, mi hijo no sabía ver y posiblemente los otros niños ni siquiera entienden como acoso escolar a pesar de las charlas que les dan y los sermones de tutoría que reciben.

El acoso tiene muchas caras, siendo la menos habitual la agresión física clara y reconocible y la más habitual el pinchazo constante, no siempre en grupo, sino de uno en uno. Un pinchazo como la gota china, que de por sí resulta inocente, cosa de críos, pero que se acumula y no se asimila. El lápiz que dejan caer al suelo justo antes de dártelo, el susurro sobre el tamaño de tu pecho, la risa que dan tus zapatos, un tirón de la coleta, dos tirones de la coleta, tres tirones de la coleta, ponerse de acuerdo en tirar suave, pero todas, de una misma coleta.

El gorro, la coleta, los zapatos no son el elemento que provoca el acoso, son el MacGuffin que cataliza la envidia y la falta de altura intelectual, moral y educativa de tantos niños aparentemente normales que lo que no tienen es padres que sepan apoyarlos, educarlos en un ambiente de autoestima y de conciencia crítica de sí mismos. El acoso escolar no es cosa de críos ni culpa de los críos. Es cosa de padres, es cosa de padres que han de estar muy alerta, que han de estar siempre encima, reforzando, que deben atajar cada comentario de mofa que se hace alrededor de la mesa, que deben no mofarse de los hijos para que no repitan luego semejantes comportamientos, que deben alentar a los hijos a jugar con los menos afortunados, o los que en apariencia son más tímidos o con menos habilidades sociales. El acoso es cosa de profesores, que deben hacer lo mismo, que deben incluir a todos y saber enseñar en la diferencia para neutralizar las diferencias como elementos provocadores. Sorprenderá saber que los niños acosados son niños muchas veces ninguneados por los profesores, relegados por los profesores en determinados ejercicios o tareas o criticados en clase delante de los demás. El acoso es una incultura moral de los adultos y los niños no son crueles: copian y amplifican las conductas crueles que marca la sociedad. El acoso es una incultura que se puede atajar y, sobre todo, prevenir y en la que todos debemos colaborar de forma activa y constante y no cumpliendo con una charla al año, dos sermones de tutoría al mes, un día con los calcetines cambiados. Alfabetizar las almas no es dar discursos o poner vídeos: es profundizar en los elementos psicológicos que nos hacen diferentes y nos predisponen a reírnos de los demás y empieza por enseñar a los profesores a reconocer no ya quién lo sufre, quién puede ser víctima de algo eterno y aterrador sino que ellos mismos lo prodigan sin saberlo mirando sin ver o querer ver. Los profesores deben saber mirar, con un entrenamiento específico, hablando con las víctimas para poder sospechar de acoso semanas antes de que un niño dulce, cariñoso, tranquilo y paciente termine perdiendo la calma hasta lanzar un primer puñetazo.

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