THE OBJECTIVE
Omar Lugo

Indi Jones desde la pantalla

Hoy día las cosas no son como nos enseñaron el cine y los libros de aventuras. La vida virtual, con sus nuevas costumbres e irrealidades, se impone ahora sobre el mundo de las emociones físicas para opacar aquellos prados hacia donde queríamos escapar, para huir de la cotidianidad.

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Indi Jones desde la pantalla

Hoy día las cosas no son como nos enseñaron el cine y los libros de aventuras. La vida virtual, con sus nuevas costumbres e irrealidades, se impone ahora sobre el mundo de las emociones físicas para opacar aquellos prados hacia donde queríamos escapar, para huir de la cotidianidad.

Alguna esas certezas nos asaltan cuando vemos al joven canadiense metido en un traje elegante y un poco fuera de talla, peinado seguramente por una madre orgullosa, con expresión de precoz académico de Oxford, rodeado de afiches donde se exponen los resultados de su investigación.

La fiebre nacionalista de un periódico de Quebec acepta sin discusión la tesis de que el adolescente William Gadoury, a sus 15 promisores años, desde 3.500 kilómetros de distancia en línea recta, ha “descubierto” toda una ciudad erigida por los mayas en la impenetrable selva de Belice, en la península de Yucatán.

La historia ha recorrido el mundo a la velocidad de los bits de portales de Internet y pocos se han detenido a cuestionarla.

Con apenas unas fotos de los satélites de Google Earth, unas cartas de constelaciones y la orientación de un códice antiguo, ya se afirma que se trata de la quinta mayor ciudad maya, aunque debe estar cubierta  por árboles de hasta 30 metros altura. Imágenes superpuestas de construcciones y pirámides desenterradas hace tiempo en otras coordenadas, ilustran algunas de las reseñas del joven estudiante bañado por sus 15 minutos de fama.

Alguien advierte que nadie se ha atrevido a adentrarse hasta “la nueva ciudad”, dado el difícil acceso a la zona. Uno se pregunta cómo es posible descubrir algo sin descubrirlo, atribuirle a deducciones y suposiciones el carácter de un hecho concreto, saltándose el rigor de la ciencia y su método, la obligatoriedad de confirmar hipótesis con una comprobación necesaria.

Acaso por eso en el fondo nos quedamos con Indiana Jones y otros arqueólogos de antes, de la vida real o del arte.

Es como más apasionante, más verosímil y más retador imaginarse uno caminando, abriéndose paso al filo de machetes, a través de la selva y el murmullo de sus insectos y bestias, abrasados por el bochorno del trópico, para ir en pos de esas ciudades de leyenda, que como la Manoa cantada por Eugenio Montejo siempre quedan más lejos.

El joven Gadoury quiere ir con los arqueólogos que se animen a viajar a Yucatán a comprobar su descubrimiento, que en rigor a la verdad solo es un indicio. Ojalá puedan llevarlo con ellos, sacarlo de su fría

Saint Jean de Matha, en la provincia de Quebec, para explorar el mundo real, como lo merece un adolescente, más allá de esa ilusión virtual en la que nos ha convertido la tecnología de la información, que nos mantiene atados a escritorios y pantallas de plasma.

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