THE OBJECTIVE
Enrique García-Máiquez

Indisolubilidad

«Los poetas solemos ser muy esnobs, pero los maridos muy de nuestras mujeres, así que no debería sorprender a nadie que lo que Sánchez Mazas musitó tan bien a la señora condesa lo pensemos todos también de nuestras señoras esposas»

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Indisolubilidad

Mi amigo Gonzalo García Yangüela es de los pocos que tiene el tino de considerarme un progre de tránsito lento, a diferencia de otros que me hacéis el honor inmerecido (que yo agradezco) de llamarme «carca» sin ton ni son, dejándoos llevar, precipitados. Otras veces es más generoso, cuando puede, y hace poco recordaba que él y yo somos, en efecto, partidarios del matrimonio para todos los días de nuestra vida y que eso, creyendo en la vida eterna, lo cambia todo. O sea, que lo de que «hasta que la muerte nos separe» nos mata.

En realidad, sostenemos lo de John Donne, si él me perdona que cite a un pérfido inglés: «Ten más modestia, Muerte […] pues ésos que has borrado/ no mueren, pobre Muerte, incapaz hasta/ de aniquilarme a mí». También incapaz de aniquilar el amor, que es fuerte como la muerte o más.

A la Iglesia Católica se la critica siempre por sus teóricas cartas de más y nunca por sus terrenas cartas de menos, que a veces las tiene, y así le ponemos más difícil mantener el rumbo recto, siempre empujada para el mismo lado, digamos, «moderno» o de aclimatación al mundo. Pasa con la dignidad del culto, con la exigencia moral o con el esplendor artístico, además de con la indisolubilidad matrimonial, que es el tema que nos ocupa.

Yo entiendo, naturalmente, que se considere muy dura su negativa al divorcio, que ya a los mismísimos apóstoles, cuando Cristo repudió el repudio, les pareció difícil. Lógico. Pero ¿no es más extraño todavía que los millones de matrimonios católicos no protestemos igual o más de que se limite nuestra capacidad de compromiso y se la haga depender de un evento tan consuetudinario como un deceso? Ya saben el cuento de Borges en el que dos amigos discuten sobre la inmortalidad del alma mientras juguetean con un cuchillo. Piensan en suicidarse para comprobar la tesis. «¿Y se mataron ustedes?», pregunta un interlocutor, irónico. «Francamente, no lo sé», responde el narrador, sincero.

Verdad que el matrimonio no es sólo la unión de las almas, inmortales, sino también, um, de los cuerpos, tan transitorios, ay; pero, ya puestos a ser católicos, no debemos olvidar que esos cuerpos (¡éstos!) resucitarán, oh. Lo explica esplendorosamente Rafael Sánchez Mazas en sus «Siete sonetos ante el retrato de la condesa de Noailles», particularmente en el primero, que reza: «¿Quién pasó murmurando: «caduca y pobre arcilla»?/ Dime: ¿quién te decía «carne perecedera»?/ Un día tornará, señora, cuanto era/ como se han de hacer flor los granos de la trilla.// Este es nuestro ascetismo: damos como semilla/ aventada las carnes a la hoya postrera/ y aunque pase la edad sin una primavera/ tras el Juicio tendremos primavera en Castilla.// Para los ojos míos eres —perdón, señora—/ tan de tornasol vago, tan huyente y de ahora,/ tan de elegida y rara y dulce fragilidad,// que sueño en la terrible y angélica y sonora/ hora en que las trompetas de Dios den a la aurora/ el grito: «¡Hágase todo carne y eternidad!»».

Los poetas solemos ser muy esnobs, pero los maridos muy de nuestras mujeres, así que no debería sorprender a nadie que lo que Sánchez Mazas musitó tan bien a la señora condesa lo pensemos todos también de nuestras señoras esposas. Tendría muy mala sombra que, para las trompetas del Juicio, precisamente cuando lo de los cuerpos gloriosos, resulte que la muerte nos haya separado. ¡Ah, no! Contra eso, protestamos. Defendamos la indisolubilidad infinita.

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