THE OBJECTIVE
Antonio García Maldonado

Indultos: la generosidad del vencedor

«La generosidad es, siempre, un atributo que corresponde al vencedor, y quizá sea hora de que el Estado asuma que, en términos jurídicos y políticos, lo ha sido»

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Indultos: la generosidad del vencedor

EMILIO MORENATTI | AP

El anuncio de que el Gobierno comenzará a tramitar el indulto a los presos del procés ha generado la polémica esperada. Un debate pasional que se añade al suscitado por la potencial reforma del delito de sedición en el Código Penal de la que ha venido hablándose en las últimas semanas, y que terminaría por beneficiar a los condenados. Ni siquiera el preocupante crecimiento de la pandemia ha conseguido ocultar las posiciones encontradas que el asunto sigue generando. Y es que el trauma político del otoño de 2017 sigue presente en gran parte de la sociedad española. Tampoco los medios han dejado de informar sobre el tema –como es su obligación–, y los plazos procesales han ido ofreciendo hitos ante los que volvíamos a arremolinarnos ante la tele o el hashtag de Twitter. Por su parte, el activismo del prófugo Puigdemont desde Waterloo ha buscado que el foco nunca se apartara de lo que ahora denomina «confrontación inteligente» con el Estado, con el consiguiente interés mediático. El resultado es que estamos hartos de tanto frotar pero las manchas siguen ahí.

Caben varias interpretaciones, según miremos el asunto desde un punto de vista estrictamente político o si preferimos un acercamiento moral, o histórico, o meramente táctico en la antesala de la aprobación de unos Presupuestos Generales clave para una España especialmente azotada por la pandemia. Es imposible desligar el análisis de las circunstancias, de las necesidades de quien ostenta el poder, pero sería igual de falso abandonarse a una interpretación cínica sobre las motivaciones que mueven a quienes habrán de tomar la decisión o de quienes proponen la medida. Se trata de un problema histórico que trasciende a los actores coyunturales. La pregunta de fondo, por tanto, sería: ¿beneficia o perjudica el potencial indulto a la resolución de dicho problema? Y aquí hay tantas respuestas como posiciones políticas.

Es legítimo dudar de la intención de los condenados, que siguen no ya sin arrepentirse, sino de ver nada malo en lo que hicieron. El reiterado «lo volveremos a hacer» tiene tanto de mensaje político como de chulería procesal, y parecería incompatible con el perdón de la pena –que no del delito, para lo que sería necesaria una amnistía–. En cambio, el debate interno en el bloque independentista no reside ahí, en los eslóganes de un movimiento con un fuerte cariz sentimentalista, no digamos en precampaña, sino en las estrategias de fondo: no se puede esperar ni pedir lo que no va a suceder. Al fin y al cabo, todos los nacionalismos sin Estado suelen combinar una retórica maximalista más o menos pendular con un posibilismo cotidiano en la gestión de su poder de influencia y sus competencias. También sucedía así con la añorada Convergencia pactista: no olvidemos al hijo del entonces president Pujol y su freedom for Catalonia durante los felices Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992.

Si se trata de ser fieles a la Transición y a la Constitución –en letra pero también en espíritu–, el perdón de la pena estaría más justificado que su contrario, sin que cupiera culpar a este de contravenirlas. Si cayéramos en la trampa sentimental procesista, seguramente estaríamos más cerca del ¡Poenitentiam agite! exaltado del Salvatore de El nombre de la rosa que del indulto. Pero también más lejos de una solución generacional, con sus imperfecciones y sapos como parte del menú de la convivencia y el arreglo. La generosidad es, siempre, un atributo que corresponde al vencedor, y quizá sea hora de que el Estado asuma que, en términos jurídicos y políticos, lo ha sido. Distinto es el diagnóstico en cuanto al diferendo histórico, que ya no es sólo –ni siquiera principalmente– el que se produce entre el independentismo catalán y el Estado, sino el que divide a la propia Cataluña en dos mitades. Y a este respecto, tras tres años de prisión, hay más consenso en Cataluña que en el resto de España. Pero tampoco hay duda alguna de que el statu quo ofrece al independentismo una argamasa irreal, y que deshacer ese embrujo, revelar la falsedad de ese trampantojo, no carece de relevancia.

El Gobierno, con el mero anuncio, apuesta en un momento de alta emotividad política en España. La lectura respecto a los socios potenciales de los Presupuestos es clara, y tiene sus riesgos, porque ERC sigue siendo imprevisible en sus decisiones tácticas y estratégicas. Pero tampoco cabe desentenderse de uno de sus condicionantes, que no es otro que Puigdemont y su incomprensible capacidad de actuación en territorio europeo y con el amparo de instituciones comunitarias contra uno de los Estados miembros. Una realidad que debería tenerse en cuenta a la hora de calibrar el alcance de los indultos en estudio, si es que finalmente llegaran a algún sitio.

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