THE OBJECTIVE
Gonzalo Gragera

Jo sóc español

Por las calles de Cataluña ya han aparecido los primeros carteles en los que se califica de “enemigos del pueblo” a aquellos que sólo buscan el noble ejercicio de la legalidad democrática. Los protagonistas son políticos –líderes de sus respectivos partidos en Cataluña– del PSOE, PP, CSQP y Ciudadanos. El cartel dice así: “Los que nieguen el derecho democrático de la autodeterminación son enemigos del pueblo”. Esa etiqueta de “enemigos del pueblo” suele ser un lema común entre los que no poseen argumentos, sino retórica. Cuando estos perciben que el cómputo general–y ni eso, suficiente con lo parcial– de una sociedad sostiene razones, motivos, con los que rebatir sus propuestas, se dedican a la difamación, al insulto, a la tergiversación. A seguir con su único destino, el de siempre en el terruño de la mentalidad nacionalista, aunque en esta tesitura no sólo pasen los límites de la democracia –algo a lo que ya nos acostumbran–, también los del civismo, al transformar la condición de adversario político en enemigo.

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Jo sóc español

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Por las calles de Cataluña ya han aparecido los primeros carteles en los que se califica de “enemigos del pueblo” a aquellos que sólo buscan el noble ejercicio de la legalidad democrática. Los protagonistas son políticos –líderes de sus respectivos partidos en Cataluña– del PSOE, PP, CSQP y Ciudadanos. El cartel dice así: “Los que nieguen el derecho democrático de la autodeterminación son enemigos del pueblo”. Esa etiqueta de “enemigos del pueblo” suele ser un lema común entre los que no poseen argumentos, sino retórica. Cuando estos perciben que el cómputo general–y ni eso, suficiente con lo parcial– de una sociedad sostiene razones, motivos, con los que rebatir sus propuestas, se dedican a la difamación, al insulto, a la tergiversación. A seguir con su único destino, el de siempre en el terruño de la mentalidad nacionalista, aunque en esta tesitura no sólo pasen los límites de la democracia –algo a lo que ya nos acostumbran–, también los del civismo, al transformar la condición de adversario político en enemigo.

Argucia decimonónica es esto del nacionalismo, un siglo, una época, en que la modernidad era aún infante, adolescente. De ahí, entiendo, el triunfo de las ideas nacionalistas, su influencia en el ideario general de la sociedad española: ideología y edad mental de un siglo –el cual aún iba conociendo el desarrollo vital de un nuevo modo de pensamiento, la modernidad– van de la mano. Por suerte, crecimos, y llegó el siglo XX, y su cara opuesta, coetánea de aquel XIX: la democracia liberal, representativa, constitucional. Su teoría se impuso al relato del esencialismo, pensamiento siempre reduccionista, de la mitología política, y se impuso tras la Transición en España y la Segunda Guerra Mundial, junto con la caída del Muro, en Europa. Basándonos en hechos reales, ni Puigdemont ni Junqueras ni los independentistas catalanes se han coscado de nada. De qué va la película.

Puigdemont prepara la consulta para octubre, días en que la propaganda política de su gobierno coincide con los rescoldos del día de Cataluña y sucesivos, circunstancia que aprovechan –cuántas veces van ya- para presumir de su poder de convocatoria en las calles y en el “sentir del pueblo”, apropiándose de una jornada que es de todos los catalanes, no sólo de los nacionalistas. Ya que las estadísticas y las urnas no garantizan tal apoyo, refugiémonos en abstracciones y vaguedades. Para fomentar la imagen de una Cataluña siempre acorde al nacionalismo; es decir, a los intereses de JxS, obvio.

Si los nacionalistas, en un lejano y discutible supuesto, invocan la consulta posible, lo harán desde el conjunto de la sociedad, pues para eso la soberanía es patrimonio general de todos los españoles, residan en Vigo, Albacete o Móstoles. La democracia representativa, constitucional, del Estado de derecho, concede la voluntad general de las decisiones políticas a ese cómputo total de la sociedad. Cabe recordar que la secesión no es unilateral, sino bilateral, y afecta a dos partes. Dicho de otro modo: si los nacionalistas catalanes pretenden la consulta sobre la independencia, esta deberá contar con el voto –favorable o no, claro- de la nación a la que, al menos hoy, pertenecen. De pleno derecho. Quien quiera pruebas, en los puntos primero y segundo del artículo noveno de la Constitución las podrá comprobar sin que el lector atisbe carácter autoritario de ningún tipo. Es más, estoy convencido de que pensará, y dirá: “Jo sóc español”.

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