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Juan Marqués

Juan Marsé, el redentor de los perdedores

«Quien fuera un aprendiz de joyero acabó puliendo diamantes de otro tipo, y nadie como él nos ha contado los descampados, el hambre con buen humor»

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Juan Marsé, el redentor de los perdedores

SUSANA VERA | Pool Reuters

Es una verdadera pena que se haya muerto Juan Marsé, pues su socarrón activismo contra la idiotez ha sido uno de los más lúcidos, celebrados y constantes de la literatura española reciente (lo cual implica también su periodismo, sus crónicas, sus semblanzas de Señoras y señores). En los últimos tiempos andaba naturalmente retirado, pero nos gustaba saber que seguía vivo un verdadero ejemplo de comportamiento general.

A su brillantez literaria, celebrada con el Premio Cervantes de 2008, había que unir la buena puntería y el valor de su famosa sorna, que en sus coletazos más juveniles apuntó con temeridad a Falange, a los primeros nostálgicos del franquismo, a los puritanos… y que después se dirigió a otros rincones mal ventilados de nuestra sociología, como la xenofobia catalanista (que le vetó, por escribir en castellano, en varias ocasiones), la falta de pudor de algunos premios literarios (su desahogo en la rueda de prensa que anunciaba el Premio Planeta de 2005, de cuyo jurado formaba parte, tuvo mucho más alcance, por tener más valor, que la propia novela reconocida) o la desgana de determinados creadores (cuando Vicente Aranda adaptó en 2007 al cine Canciones de amor en Lolita’s club Marsé no pudo callarse más y le reprochó su falta ya no de un mundo propio, sino de energía creadora, de pasión, de curiosidad, de dignidad artística mínima… Aranda ya había adaptado La muchacha de las bragas de oro y El amante bilingüe –y en la elección de esas tres novelas, de las menos memorables de Marsé– ya latía cierta torpeza evidente. Después, el pequeño disgusto que Marsé se llevó al ver la muy aceptable versión que Fernando Trueba hizo de El embrujo de Shanghai era más bien consecuencia del enorme disgusto que el escritor se había llevado cuando Víctor Erice, tras años de trabajo, renunció a rodarla).

Pero al llegar a todos esos sucesos, más bien anecdóticos, Marsé era ya el autor de novelas tan poco anecdóticas y tan cruciales como Si te dicen que caí (novela publicada en México cuyo título estaba extraído de un verso del “Cara al sol”, y que gustó tanto a Dionisio Ridruejo que su reseña en Destino sirvió como prólogo a la edición española, ya en Seix Barral), Últimas tardes con Teresa o la maravillosa y no muy leída nouvelle Ronda del Guinardó, que de algún modo se desarrollaría y completaría después en Rabos de lagartija, la última obra maestra de Marsé. Su narrativa queda como todo un monumento a las clases bajas barcelonesas, a los obreros que construyeron la ciudad, a los charnegos, los quinquis, las barriobajeras, las prostitutas del Raval, los niños que se rascaban la cabeza con azufre para luchar contra la tiña. Su compromiso con los nuevos desheredados de la nueva España de la posguerra y del No-Do se volcó de un modo indirecto en sus novelas, que no se alinearon en la “literatura social” sino que consiguieron resultados infinitamente más brillantes y duraderos por medio de rodeos literarios, con ecos de la mejor novelística europea. Quien fuera un aprendiz de joyero acabó puliendo diamantes de otro tipo, y nadie como él nos ha contado los descampados, el hambre con buen humor, la soledad de las viudas de la guerra o la orfandad de quienes acabarían desocupados, o delincuentes, o interrogados en alguna Casa Cuartel. La genealogía de la derrota de 1939, sus muchas ondas concéntricas, sus secuelas a lo largo de décadas, casi sus réplicas en forma de detenciones, interrogatorios, miedo o desesperación (pero contado todo sin patetismo, sin lacrimogenismo, con un humor tierno y una fraternidad que no se atreve a hacerse explícita por huir de la sensiblería) levantan una obra narrativa necesaria, que contó con el favor del público en tiempos donde un buen porcentaje de la atención de los lectores se desvió hacia el “boom”, con cuyas obras maestras convivieron y se codearon las de Marsé con perfecta naturalidad, con admiración mutua.

Amigo de poetas, sufridor y “vividor” a un tiempo, consciente de las heridas y a la vez volcado hacia la alegría, al modo de Manuel Vázquez Montalbán, Juan Marsé ha sido, simplemente, el novelista español más importante de su generación, y así lo reconocieron los de la siguiente, como Eduardo Mendoza o Enrique Vila-Matas o Fernando Sánchez Dragó, por citar sólo tres nombres muy diferentes que, sin embargo, han reconocido el magisterio directo de Marsé.

Siempre amable y siempre zumbón, sabía enfadarse bien cuando tocaba (aprender a cabrearse correctamente es algo decisivo) y sacó a menudo los colores a determinados potentados de la política, la Iglesia (que calificaron sus novelas de “pornográficas”) o la industria editorial sin alma. Su hombría de bien sirvió para desenmascarar la falsa hombría de algunos vencedores de la guerra (como el más o menos arrepentido Luys Forest, de La muchacha de las bragas de oro, remotamente inspirado en Luys Santa Marina), y el carácter “licencioso” de muchos de sus personajes era un trasunto de la depravación del ambiente español, cuyos melindres y censuras suponían una forma de perversión general que derivaba en pequeñas perversiones particulares, en obsesiones sexuales, en comportamientos furtivos, en liberaciones desasosegantes, en diversas patologías psicológicas en gentes a las que se castigaría por ser esencialmente víctimas remotas, víctimas de todo, perdedores por definición. No era Marsé ni sus personajes: era aquella España del medio siglo.

Juan Marsé ha muerto en su Barcelona a los 87 años, y nos consuela pensar que ha sido un autor muy reconocido, alguien que ha asistido con una sonrisa gamberra y resignada a su propio éxito, que ha visto cómo sus novelas lograban sus respectivos objetivos con un éxito que sin duda no esperaba. Encerrados con un solo juguete, La oscura historia de la prima Montse o Teniente Bravo… son eslabones que, junto a sus citadas novelas magistrales, forman una constelación imprescindible para saber o recordar quiénes hemos sido, qué ha sucedido “fuera de foco” en la Barcelona menos glamurosa de hace sesenta años, la de los policías de barrio y los gitanos, la de los navajeros y los mercados, la de las muchachas sin novio y los rateros, la de las primeras jeringuillas, con gritos de opresión ahogados por la música popular de las verbenas, mucho antes de los oropeles del 92. Todo espacio y todo tiempo necesita a su poeta y a su cronista, y Marsé ha sido, así, el príncipe del Guinardó, el rey de los niños tísicos y las niñas acosadas. Cogió el testigo barcelonés de Carmen Laforet y se lo entregó, en otro tono, a Eduardo Mendoza, Ignacio Martínez de Pisón o, ahora, Carlos Zanón, pero él ha sido un nudo determinante, un autor inspirado, inteligente y eficaz que supo, aun antes de crearlos, que sus personajes merecían ser redimidos.

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