La arena rosada

Cuando el sol está escondido tras el horizonte la arena del desierto se vuelve rosa, como en esta impresionante imagen de uno de los globos más grandes del mundo.

Cuando el sol está escondido tras el horizonte la arena del desierto se vuelve rosa, como en esta impresionante imagen de uno de los globos más grandes del mundo, encendido como un sol, o como una gran calabaza de otoño cuando se celebran Todos los Santos y los crisantemos blancos refulgen de noche en las huertas.

Allí abajo, dice el pie de foto, hay una granja de camellos, como los camellos sobre los que mi padre recorría, nómada, el desierto durante meses. También yo soy nómada, aunque honoraria, por haber nacido en el desierto del Sáhara, donde no he vuelto pero del que me acuerdo en cuanto veo la arena rosada.

Hace unos años pude sobrevolarlo, yendo a Dakar. Pasé justo por encima de Villa Cisneros, hoy Dajla, al fondo de una ría, entre el océano y el desierto. Atardecía y la arena tenía todos esos tonos rosados que tiene también el desierto de Argelia cuando lo sobrevuelas y parece, ondulado, un fondo marino de ocres y de rosas. Casi igual que, al amanecer, este desierto de la imagen de Margham en Dubai que sobrevuela el capitán Bar en globo.

Resulta curioso que la arena, tan seca, adquiera con la luz tonos parecidos a los de esos lagos rosas donde hay tanta sal que se vuelven del color de las patas de un flamenco por unas bacterias que dan ese tono al agua, como sucede en el lago rosa de Senegal. También sobre el desierto que lo rodea, se produce ese efecto óptico de la luz del atardecer brillando, o la luz del amanecer cuando aún no se ha asomado, para hacernos cerrar los ojos, el sol por el horizonte.

Mi infancia está hecha, como un reloj, de arena.

De arena, tras el sol, rosada.