THE OBJECTIVE
Fernando Garcia Iglesias

La caída del Ézaro

La última sacudida que la naturaleza me propinó fue hace unos meses en China navegando por el río Li, en el paso que serpentea entre los acantilados verticales de Yangshuo, en la región de Guangxi.

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La caída del Ézaro

La última sacudida que la naturaleza me propinó fue hace unos meses en China navegando por el río Li, en el paso que serpentea entre los acantilados verticales de Yangshuo, en la región de Guangxi.

Un vértigo controlado que dura lo que dura una extrasístole, un sobresalto interior de pocos segundos hasta que nuestra alma vuelve a descender al cuerpo, ya colmada y rejuvenecida. Es esa la sensación que, vez tras vez, seguimos teniendo cuando nos acercamos a la grandeza natural de los parajes tan esencialmente bellos, esculpidos por el tiempo y los vientos y la mar y los ríos. Una suerte de síndrome de Stendhal, pero no por las obras de arte, sino por la contemplación de este nuestro mundo. La huella permanece en nosotros durante un tiempo, y luego, poco a poco, se va difuminando por el roce de la rutina y la vuelta a la ciudad, hasta que, hastiados del hormigón, retornemos en busca de esa dosis necesaria de prados o acantilados, de montañas, de bosques, de océanos, y la naturaleza vuelva a marcar de nuevo nuestra alma, dejando la hendidura en el mismo lugar de antes, con la erosión de la que es maestra.

La última sacudida que la naturaleza me propinó fue hace unos meses en China navegando por el río Li, en el paso que serpentea entre los acantilados verticales de Yangshuo, en la región de Guangxi. El paraje es tan imposiblemente bello que ya ha quedado inmortalizado en los billetes de 20 yuanes. Recordando las tantas veces que la naturaleza me ha forzado a parar y contemplar, la memoria vuelve siempre a los momentos de la niñez, cuando viajábamos a través de mi Galicia natal en busca de esos lugares mágicos: correteando en el bosque de loureiros de la isla de Cortegada, bajando la colina que lleva a los Castros de Baroña con la mar batiendo a los pies del poblado celta, acercándose peligrosamente a los acantilados del mismo ‘Finis Terrae’ y ver el océano que no termina, jugando en las Fragas del Eume y creer que el bosque sí era animado, o viendo romper al río Xallas y cómo muere bruscamente en la mar de Ézaro.

Son todos ellos lugares en los que la naturaleza ha creado obras maestras de una perfección sublime, que mueven el alma y enriquecen el espíritu. Parece obvio que queramos preservarlos y cuidarlos, al igual que protegerlos de aquellos que, careciendo de la más básicas reglas morales, propician o impulsan su explotación hasta extinguirlos, como sucedió durante años con el salto del Ézaro.

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