THE OBJECTIVE
Jaime G. Mora

La cara del terror

David Foster Wallace empezó a llevar su característica bandana en el pelo cuando se marchó a estudiar a Tucson, Arizona. El calor le hacía sudar tanto que las gotas manchaban las páginas de lo que escribía o leía. Ese trozo de tela lo evitaba. «Luego se convirtió en una gran ayuda en el 87 en Yaddo, porque las gotas caían en la máquina de escribir, y me preocupaba la posibilidad de electrocutarme». 

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La cara del terror

David Foster Wallace empezó a llevar su característica bandana en el pelo cuando se marchó a estudiar a Tucson, Arizona. El calor le hacía sudar tanto que las gotas manchaban las páginas de lo que escribía o leía. Ese trozo de tela lo evitaba. «Luego se convirtió en una gran ayuda en el 87 en Yaddo, porque las gotas caían en la máquina de escribir, y me preocupaba la posibilidad de electrocutarme».

Le daban escalofríos de pensar que la gente lo viera como una extravagancia. Era una solución práctica, que con el tiempo se convirtió en un refugio: se la ponía los días que estaba nervioso, si necesitaba mantenerse entero. «Es más una mera rareza, el reconocimiento de una debilidad, la mera preocupación de que la cabeza me vaya a estallar». 

La bandana cubría una de las mentes más lúcidas de la literatura estadounidense en las últimas décadas, y de alguna manera evitaba el colapso de un tipo torturado. Torturado por una autoexigencia insana y torturado por una depresión que arrastró durante décadas y que lo terminaría llevando a un trágico suicidio. A tantas obras que se quedaron sin escribir.

Doce años antes de su muerte, DFW accedió a que el entonces reportero David Lipsky lo acompañara durante cinco días, al término de la gira promocional en 1996 de ‘La broma infinita’. Aquella novela supuso la consagración de un autor aún joven, aunque ya no una promesa, y la revista Rolling Stone decidió que era hora de entrevistar a un escritor treintañero después de diez años sin hacerlo.

«Una de las razones de que Rolling Stone esté interesada tiene muy poco que ver conmigo o el libro, y sí con el miasma promocional que rodea al libro, que se retroalimenta», reflexionaba. «Tengo 34. Y por fin he descubierto que me gusta de veras escribir estas cosas. Me gusta mucho esforzarme. […] Yo creo que La broma infinita es muy buena. Mi esperanza sería que si no dejo de esforzarme de verdad durante los próximos diez o veinte años, puedo hacer algo mejor que eso».

Llevadas al cine por James Pondsoldt en The End of the Tour, la transcripción completa de los muchas horas de conversaciones entre Lipsky y DFW se pueden leer en Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo (Pálido Fuego). «Lo que más me gusta de estos cinco días es que suenan igual que sus textos escritos –dice Lipsky en la introducción del libro–. David era un escritor tan natural que era capaz de hablar en prosa».

Cultura pop, televisión, cine, deporte, drogas, alcohol… con sus preguntas Lipsky acota el mapa de intereses que conforma el universo del escritor. La depresión es el tema más recurrente. Su prioridad era no volver a meter «el dedo del pie en aquel estanque». Leer algunas de las reflexiones del autor resulta doloroso. Veía en la depresión una especie de crisis espiritual, como si todo en la vida fuera falso, «y que en realidad no hubiese nada, y que tú no fueses nada y todo fuera una ilusión, y que fueras mejor que nadie por haber visto que es una ilusión, y sin embargo fueras peor porque eres incapaz de funcionar».

Aunque decía no estar biológicamente deprimido, nunca dejó atrás sus problemas desde que siendo un adolescente sufriera el primer ataque de ansiedad. Se encerró en sí mismo y solo compartía sus problemas con la familia y amigos más cercanos. A veces ni eso. Jonathan Franzen lo llamaba la «paradoja de David»: cuanto más cerca de él se estaba, más oscuro se revelaba.

«No quiero que esto se convierta en un rollo romántico, sensacionalista, de artista atormentado», le dijo a Lipsky cuando recordó su intento de suicidio. Lo que le diferenciaba de un enfermo de sida era la elección de sustancias a las que engancharse: «A mí me gustan de veras los libros y me gusta de veras escribir, y muchas de estas personas jamás llegaron a encontrar nada que les gustase». Su realidad era «estar a solas en una habitación con un pedazo de papel».

No escribir era uno de los síntomas de su depresión: «Muchas de las cosas por las que pensaba que escribir era genial, como que se me habían agotado. Y no sabía… no sabía… qué hacer. No sabía si de veras me gustaba escribir o si solo me había emocionado por haber tenido algo de éxito al principio».

La entrevista de Lipsky no se llegó a publicar en Rolling Stone porque sus jefes prefirieron mandarlo a Seattle en busca de heroinómanos, «y aquello fue mucho, mucho más sencillo». Pero a su muerte sí que escribió en la revista un perfil basado en las charlas que mantuvieron. En esta semblanza Mark Costello cuenta que su colega arrastraba un increíble sentimiento de pánico: «Decía que cuando estás escribiendo bien, impones en tu cabeza una voz que apaga las otras voces. Esas que te dicen: ‘No eres lo suficientemente bueno, eres un fraude'».

Los motivos de su infelicidad nada tenían que ver con las drogas –negaba que hubiera estado enganchado a la heroína o a la cocaína– o con el alcohol, del que tuvo que desintoxicarse. «Cuanto más infeliz era, más cuenta me daba de estar bebiendo mucho más. Y en la bebida no había ningún placer. Era más… era literalmente un analgésico».

Para DFW la cara del terror era darse cuenta de que nada es suficiente. «¿Entiendes? Que ningún placer es suficiente, que ningún logro es suficiente».

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