THE OBJECTIVE
Juan Milián

La Constitución de la concordia

«Hoy los demagogos ponen fin a una cultura de respeto y pacto, y proclaman el despertar del resentimiento contra el otro»

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La Constitución de la concordia

Ballesteros | EFE

La Constitución de 1978 es la Constitución de la concordia. Por primera vez en nuestra historia constitucional no hubo imposición de media España a la otra media. Rompió una historia de trágalas y se superaron décadas de imposiciones y discordia. La Carta Magna se convirtió en una brújula que nos ha guiado por un camino de paz, prosperidad y libertad durante más de una generación. No es perfecta. Ninguna obra humana lo es, pero hoy cierto oficialismo se refiere injustamente a ella como si fuera el pecado original de un sistema corrupto y anclado en la dictadura. Estamos ante la reescritura del pasado por parte de aquellos que quieren exhibir unas virtudes que no poseen. La nueva izquierda ni es obrera, ni es tolerante, ni respeta a sus padres; por lo que no dará un futuro mejor a sus hijos. La Constitución no fue un pacto del olvido, como dicen, ya que cualquier tiempo pretérito se tuvo muy presente durante la Transición porque la intención era no repetir errores. Fue perdón y superación. Fue la firme voluntad de mirar hacia el futuro con generosidad. De hecho, es en la actualidad, con la memoria histórica gubernamental, que corremos el riesgo de tropezar con las mismas piedras frentistas y guerracivilistas.

El epitafio en la tumba de Adolfo Suárez reza que «la concordia fue posible». Y la concordia debe seguir siendo posible, aunque suframos al Gobierno más contrario a los valores de la Constitución en sus 42 años. De la forma política del Estado español, la Monarquía parlamentaria, le molesta tanto el sustantivo como el adjetivo. Le molesta cualquier obstáculo al ejercicio de un poder absoluto y arbitrario, desde la libertad de los padres a elegir la mejor educación de sus hijos a la autonomía fiscal de la Comunidad de Madrid que pone en evidencia la pésima gestión de sus socios independentistas. Le molesta la independencia de la Justicia, así como el derecho a la propiedad privada o el deber del Gobierno a tutelar la salud pública a través de medidas preventivas. Hoy España lidera los rankings sanitarios y económicos que nadie quiere liderar, pero esta dolorosa realidad no es atribuible a la Constitución, sino a la gestión de la pandemia por parte de una coalición incapaz, hija del pacto del insomnio. Como tuiteó Benito Arruñada en los inicios de esta crisis múltiple: «Vamos a la guerra con líderes que elegimos para ir de fiesta».

La perspectiva histórica nos muestra el asombroso legado de nuestra Constitución: un país que ha alcanzado la más alta esperanza de vida, que ha multiplicado su renta per cápita, que ha pasado de la pobreza y la emigración a ser tierra de acogida y admiración, y que se ha convertido en una democracia plena como la mejor de la Unión Europa. Claro, nada fue fácil, ni el consenso fue unanimidad, pero el espíritu de la Transición nos permitió superar terrorismos varios y dos intentonas golpistas, a saber, el golpe del 23 de febrero de 1981 en el Congreso de los Diputados y el del 27 de octubre de 2017 en el Parlament de Cataluña. Las instituciones democráticas que emanan de la Constitución fueron claves para superar, con Justicia y sin venganza, estas tentativas de ruptura legal y convivencial.

Este legado de concordia y libertad está en riesgo, especialmente en la misma Cataluña, con un nacionalismo que ha protagonizado la peor gestión de la pandemia en el país que peor la ha gestionado de Europa, que exige una republicana catalana, pero malversa las competencias autonómicas que dispara el gasto identitario, mientras pide acabar con la autonomía madrileña, y que, a las puertas de unas extrañas elecciones autonómicas, promete que lo volverá a repetir los infames hechos de octubre de 2017. Y lo peor de todo es que esa Generalitat, que es hostil a la mitad de los catalanes, encuentra en el gobierno de España un aliado en la laminación de todos los pilares de nuestra democracia liberal.

Quizá nuestra generación, la mía, nacida en una democracia consolidada, perciba nuestros derechos y libertades como los peces perciben el agua, como el único medio posible. Pero es tan fácil destruir lo que tanto costó levantar que asusta tanta ignorancia. Hoy los demagogos ponen fin a una cultura de respeto y pacto, y proclaman el despertar del resentimiento contra el otro. Las inseguridades que azotan a nuestro país, como a todo Occidente, alimentan esa política de la ira. Aunque, en el fondo, nadie quisiera vivir en un mundo dominado por el enfrentamiento entre vecinos y hermanos, no son pocos que se dejan arrastrar por las bajas pasiones. Seducidos por el radicalismo, ellos no son los valientes.

Nuestra Constitución no es el problema. Ella protege a las minorías de la tiranía de la mayoría y también, como en la actualidad, protege a la mayoría moderada y desorganizada de la minoría dura y poderosa. Si hoy existiera voluntad de diálogo sincero y mirada elevada el resultado sería una Constitución similar a la actual, una suerte de tercera vía. Pero tampoco cometamos el error, que también se ha repetido en nuestra historia, de creer que la Constitución es una poción mágica. Esta no es la solución, aunque sí es parte de la solución. Es condición necesaria. La otra parte depende de la sociedad, y de la política que esta desee tener. La libertad es, siempre, responsabilidad. Y si no nos apartamos ahora de los agentes de la discordia, en pocos años solo aspiremos a poder vivir tranquilos y recordaremos con nostalgia lo que aquellos denominan «el régimen del 78».

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