THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

La corriente del Drina

El continente europeo experimenta de nuevo el movimiento telúrico de los nacionalismos y Juan Claudio de Ramón recuerda el libro Un puente sobre el Drina.

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La corriente del Drina

«A lo largo de la mayor parte de su curso, el río Drina discurre por estrechas gargantas, entre abruptas montañas o atravesando profundos barrancos. En algunos lugares, sus orillas se ensanchan por amplios valles y forman extensiones de terrenos fértiles, así llanas u onduladas, propicias al cultivo y al asentamiento ribereño en ambas márgenes». Así arranca Un puente sobre el Drina, la famosa novela del yugoslavo Ivo Andrić, premio Nobel de 1961. Es una novela que me apena no haber leído, seguramente porque me entristecería aún más leerla: es que, al contrario que Andrić, muerto en 1975 en la confianza de que la unidad yugoslava era un hecho sin vuelta de hoja, nosotros sí sabemos cómo termina la historia que la novela emprende en 1566, con la construcción bajo dominio otomano del bello puente de once arcos que hace de viga maestra de la narración: en una carnicería étnica, con centenares de miles de muertos y más de cuatro millones de refugiados.

Años después de las guerras yugoslavas, cuando los Balcanes estaban ya fuera del foco de la bulímica  atención de los medios, Borja Lasheras vivió en Bosnia durante dos años, trabajando en una oficina local de la OSCE. Allí se encargó de la penosa tarea de intentar llevar a término la bienintencionada, aunque –sospecha el autor– estéril letra de los acuerdos de paz de Dayton. Se adentró en los boscosos perdederos del valle del Drina, sintió el tiempo detenerse y los colores difuminarse, se peleó con funcionarios abúlicos y se dio de bruces con el legado de la violencia. Pero sobre todo, hizo amistad con locales que no ha podido olvidar. Lo cuenta en un emotivo libro, Bosnia en el limbo: Testimonios desde el río Drina (UOC, 2017) que se lee de un trago, aunque sea un trago amargo. Intuyo que Lasheras no quería escribir un libro triste, pero la sensación inevitable que queda en el lector es que lo roto, roto está. Y rotos, un poco rotos, parecen estarlo todos los personajes que le salen al paso. La corriente del Drina no recula y el limbo del que habla Lasheras es como una noche de invierno que no termina. Solo cuando la escena se traslada a Sarajevo, la alegría de la vida urbana permite alumbrar la esperanza de una resurrección.

El libro concluye con unas páginas que abordan el horizonte europeo de Bosnia. Aflige pensar que ni eso pueda ayudar, ahora que el continente experimenta de nuevo –cada año año la réplica se siente en un lugar distinto– el movimiento telúrico de los nacionalismos. Las aguas del Drina vienen turbias y picadas: a nuestra generación corresponde domarlas. 

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