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Jordi Amat

La culpa fue de Ortega

Ya no estamos en el XX, pero Ricardo Gullón sigue teniendo razón. Fue en 1969 cuando este profesor y discípulo de Juan Ramón Jiménez sentenciaba que “el suceso más perturbador y regresivo de cuantos afligieron a nuestra crítica literaria en el presente siglo” había sido la invención de la generación del 98.

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La culpa fue de Ortega

Ya no estamos en el XX, pero Ricardo Gullón sigue teniendo razón. Fue en 1969 cuando este profesor y discípulo de Juan Ramón Jiménez sentenciaba que “el suceso más perturbador y regresivo de cuantos afligieron a nuestra crítica literaria en el presente siglo” había sido la invención de la generación del 98. La etiqueta le disgustaba porque había sido perfectamente disfuncional. Si un episodio al tiempo político y militar delimitaba el marco de interpretación de un corpus literario, la ideología se imponía sobre la estética. No es, no ha sido un problema sólo de etiquetas. El viviente potencial de cuestionamiento moral que había bombeado el modernismo –un cuestionamiento moral apuntalado en una revolución formal– quedaba neutralizado por la apropiación nacionalista de la literatura. No es una cuestión erudita ni banal.

Desde hace lustros la mejor filología hispánica trabaja en el desmontaje de dicha invención interesada, pero el mito sigue enquistado en la comprensión de nuestro pasado cultural. Así permanece la disfunción que impide explicarnos un proceso complejo y fascinante: el empalme de los códigos del fin de siglo con la eclosión de las vanguardias, la sintonía de la actuación pública de unos jóvenes que intervinieron en el debate público siguiendo unos parámetros que deberían sincronizarse con los intelectuales europeos de su tiempo. ¿Hasta cuándo nos fosilizará esa empobrecedora coartada generacional?

Tanta facilidad documental debería acelerar la rescritura del período para ir ajustando el relato a una realidad que se explica en clave comparada o no se entiende.

Ahora, con sólo un clic (o dos o tres, no más), ya podemos acceder a los materiales originales que permiten visualizar cómo fue configurándose aquel campo literario. Pero es que incluso tenemos a disposición el determinante La generación del noventa y ocho en la edición de 1945, la completa y no capada por Pedro Laín durante la rescritura de su biografía para borrar las huellas de su proyecto de fascistización de la cultura española. Tanta facilidad documental debería acelerar la rescritura del período para ir ajustando el relato a una realidad que se explica en clave comparada o no se entiende.

Porque es una obviedad. La “generación del 98”, naturalmente, no apareció en 1898. Por entonces el cambio ya estaba allí. La conciencia de que existía una estética subversiva y un grupo de artistas que atentaban contra los códigos establecidos fue previa y no convergente con el “desastre”. Su impugnación integral del sistema tenía una dimensión española, pero estaba subsumida en una crisis de civilización que recorría todo Occidente y que se concretaba en la formalización de un desconcierto espiritual cuyos temas eran el vacío ante la pérdida de fe, la problematización de la noción de sujeto y de la relación del sujeto con la realidad. Nuevos iconos –los que el Valle decadentista mitifica–, nuevos ritmos –valdrían los del parnasianismo, transfusionados al castellano por Darío– y nuevos símbolos –valdría la ciudad muerta, como apuntó Miguel Ángel Lozano, valdría el Toledo de Baroja y Los pueblos de Azorín–, importados de Europa y adaptados a nuestras circunstancias, se usaban para explorar dichos temas. Y eso se denominaba Modernismo.  

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José Ortega y Gasset eta Luis Díez del Corral Ategorrietako Furu etxean | Imagen vía Wikimedia Commons

Pero aunque los modernistas iban afianzando su ofensiva al dotarse de sus propias plataformas de combate para hacerse con su parcela del campo literario –ya sean Juventud (donde Maeztu, Azorín y Baroja se presentan en grupo), Alma Española (donde publican sus breves autobiografías) o Helios (donde aparecen poemas de las primeras Soledades)– pronto esa caracterización originaria dejó de ser operativa. Algunos la habían usado en positivo (Darío, por ejemplo) y otros en negativo para desacreditarlos, pero Modernismo se desechó porque la etiqueta caducó.

Cuando esos alborotadores vivían su primera madurez de prestigio en el sistema, se estrena y se moldea la etiqueta de marras. Febrero de 1913. Ortega y Gasset lanza el significante “generación del 98” en un artículo que publica en El Imparcial. Al cabo de pocos días Azorín retomaba la etiqueta en ABC y a lo largo de cuatro entregas empezó a construir su significado ¿Por qué ocurrió entonces? ¿Por qué, en aquel momento, se inventa la generación?

Si la respuesta dependiera solo de Ortega, la resolución de la pregunta no sería compleja. En esos años, como desveló la biografía que le dedicó Jordi Gracia, su afán era la conquista del liderazgo intelectual español y desde el podio periodístico lanzar una ofensiva sin perdón contra un sistema institucional carcomido: la Restauración. Ese artículo no era una excepción. No hacía, por tanto, crítica literaria. Estaba reformulando el regeneracionismo. Era política.

Escribir el epílogo del fin de siglo, desde una perspectiva literaria, permitió el arranque de una memorable etapa estética.

Aquella interpretación del pasado cultural en clave ideológica introducía ya, aunque fuese de una manera latente, la disfunción que a la postre empobrecería la historización del período. Porque ha dificultado, quizá imposibilitado, percibir la complejidad del cambio literario que se estaba produciendo en el sí del movimiento del modernismo justo en aquel momento. Un cambio cuya dimensión, en último término, era occidental y que estaba abriendo el ciclo de las vanguardias toda vez que el del simbolismo ya no daba más de sí. Había llegado la hora de escribir su epílogo. Mi hipótesis es que así, interpretándolos como epílogos del fin de uno de los ciclos de modernismo, es también como debería leerse la reorientación estética que Machado materializa en Campos de Castilla o el límite de la desazón espiritual en el que desemboca Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida. Estamos en 1912. Y el libro que tuvo la capacidad de bajar de manera más brillante el telón para finiquitar la literaturización de aquel desconcierto espiritual fue El árbol de la ciencia.

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José Ortega y Gasset alrededor de 1950. | Foto: Scandinavian Airlines

El clásico de Baroja no sólo describe una vida sombría –la de Andrés Hurtado– sino que profundiza en la dimensión filosófica de ese territorio de sombra moral donde, devorados por el nihilismo y un existencialismo mórbido, se vive la vida pensando su falta de sentido. La novela es experiencia y reflexión sobre esa experiencia. Claro que está el asco ante los males de una nación con un Estado corroído y corrompido (objeto de estudio de la tesis de Francisco Fuster, de su ensayo Baroja y España), pero ese es solo el marco para que quedé empantanado el sujeto occidental en una oscura decadencia. El árbol de la ciencia, en fin, es un epílogo porque es el relato de un colapso. ¿Sólo española? Esa parece ser la interpretación de un lector brillantísimo: Ortega. En 1912 da por concluido un ensayo, que quedará inédito, donde amasa sus ideas sobre lo que en breve denominaría la “generación del 98”. El pivote que usa es El árbol de la ciencia y la instrumentaliza, claro, hacia sus intereses, es decir, los planteamientos de un regeneracionismo que es liberal y siempre nacional. “En torno a él”, afirma situando a Andrés Hurtado en su circunstancia, “España, un inmenso absurdo”.

Pero ese absurdo no era solo español. Lo era, pero no solo ni esencialmente. Más preciso sería interpretarlo como la plena asunción del fin de ciclo simbolista. Tomar conciencia de ese final de etapa, como concreta el narrador de Baroja con el suicidio de su protagonista, resultó ser condición para superar una crisis. Una crisis moral con su correspondencia formal. Porque escribir el epílogo del fin de siglo, desde una perspectiva literaria, permitió el arranque de una memorable etapa estética. Las formas narrativas clásicas y el lenguaje poético, ahora definitivamente, explotan. 1914, Niebla. 1916, Diario de un poeta recién casado y las glosas de esa joya ignorada que es Oceanografia del tedi de Eugeni d’Ors. Se había abierto el camino de la gran experimentación. El siglo XX se pone de largo.   

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