THE OBJECTIVE
Miguel Aranguren

La culpa la tiene mi suegra

Llego a mi escritorio envuelto en un sudor frío y me dejo caer, como sin fuerzas, en la silla: la báscula del cuarto de baño acaba de soltarme una doble patada en el estúpido orgullo de quien se había engañado al pensar que comer en demasía no engorda, fe imposible en que uno puede atiborrarse con los manjares de la Navidad, es decir, ponerse morado, sin que el físico se resienta, en especial este cinturón de piel mullida que, a medida que han ido pasando los días de fiesta, se me desborda por encima de las caderas, prueba de que he abusado del delito: pavo asado, consomés, capón relleno, pastel de salmón, codornices, gallina trufada, huevo hilado y gelatina, perdices estofadas, lombarda, merluza, embutidos, foie, langostinos, gambas, turrones –muchos turrones: de almendra, chocolate y de yema-, mazapanes, mantecados, roscos de vino, cocadas. tocinillos de cielo, bombones, flanes, tartas… y, de remate, roscón de reyes. Un “Festín de Babette” en toda regla, durante dos larguísimas semanas.

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La culpa la tiene mi suegra

Llego a mi escritorio envuelto en un sudor frío y me dejo caer, como sin fuerzas, en la silla: la báscula del cuarto de baño acaba de soltarme una doble patada en el estúpido orgullo de quien se había engañado al pensar que comer en demasía no engorda, fe imposible en que uno puede atiborrarse con los manjares de la Navidad, es decir, ponerse morado, sin que el físico se resienta, en especial este cinturón de piel mullida que, a medida que han ido pasando los días de fiesta, se me desborda por encima de las caderas, prueba de que he abusado del delito: pavo asado, consomés, capón relleno, pastel de salmón, codornices, gallina trufada, huevo hilado y gelatina, perdices estofadas, lombarda, merluza, embutidos, foie, langostinos, gambas, turrones –muchos turrones: de almendra, chocolate y de yema-, mazapanes, mantecados, roscos de vino, cocadas. tocinillos de cielo, bombones, flanes, tartas… y, de remate, roscón de reyes. Un “Festín de Babette” en toda regla, durante dos larguísimas semanas.

La culpa, como casi todo en la vida, la tiene la suegra. Al menos la mía. Ante la ausencia de mis padres, tan añorados, hace tiempo me entregué al matriarcado de mi familia política, cuyas líneas de gobierno (como ahora dicen los cursis) las redacta ella en un cuaderno para los menús, toda una estrategia cuajada de inteligencia con la que tiene atados –y bien atados- a los yernos que tuvimos la osadía de “robarle” a sus hijas.

La cultura familiar del fogón, el reclamo de la buena mesa, el cebo de la cuchara, el cuchillo, el tenedor y los cubiertos para el postre, son imán para la unidad del clan. Da gusto sentarse a almorzar y a cenar sin saber qué va a salir de la cocina, midiendo las expectativas a partir de las herramientas con las que nos llevaremos las delicias a la boca. Una cucharilla junto a los vasos anuncia, a todas luces, un final cuajado de dulzor, muy distinto a la triste mandarina con la que durante el invierno rematamos las comidas.

El cinturón de grasa –he de admitirlo- es el justo pago a tanto disfrute.

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