THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

La democracia no es eso que te contaron en el cole

Iniciamos nuevo curso. Como tantos otros años, preguntaré a mis alumnos recién llegados a la universidad: “¿Qué significa que algo es una democracia?”. Como tantas otras veces, recibiré una respuesta mayoritaria: democracia es que las cosas se decidan votando.

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La democracia no es eso que te contaron en el cole

Iniciamos nuevo curso. Como tantos otros años, preguntaré a mis alumnos recién llegados a la universidad: “¿Qué significa que algo es una democracia?”. Como tantas otras veces, recibiré una respuesta mayoritaria: democracia es que las cosas se decidan votando. Alguna estudiante, más aplicada que el resto, mencionará que la democracia es un sistema que inventaron en la antigua Grecia: ¿no lo deja claro su nombre, griego? Y un año más tendré que explicarles a unos y a otra que se equivocan.

Que tantos estudiantes piensen así no es culpa de ellos, ni de los videojuegos, ni de los youtubers. Es culpa de un sistema educativo en que, a menudo, la única vez que se menciona la palabra democracia es el día en que hay que elegir delegado de curso: “¿Y cómo lo elegiremos?” “Pues democráticamente, votando”. Pero si la democracia fuera lo mismo que votar, excelente ejemplo de ella serían los concursos de Miss Universo o las competiciones de gimnasia artística. También serían democráticos, por cierto, sistemas políticos contra los que en realidad los demócratas lucharon.

La Alemania nazi convocó varias veces a su pueblo a las urnas. Para empezar, apenas un mes después de que Hitler llegara al gobierno, a inicios de 1934. Luego, a finales de ese mismo año. Otra vez en 1936. Otra, en 1938. También se votó para decidir si anexionarse Austria, cumpliendo así el sueño nacionalista de unir a todos los germanoparlantes en una misma nación. Hitler no parece, pues, alérgico a lo de los votos: no en vano había sido por dos veces el partido más votado en sendas elecciones democráticas (1932 y 1933), antes de acceder al poder.

La Italia de Mussolini votó asimismo repetidas veces (los fascistas no tenían motivos para rehuir las elecciones: vencieron en todas ellas). Igualmente ocurrió en dictaduras pasadas, como la portuguesa, o presentes, como la ecuatoguineana. De hecho, el International Institute for Democracy and Electoral Assistance registra desde 1945 unas 400 elecciones celebradas en regímenes no democráticos. Más cerca de nosotros, en la España de Franco se aprobaron mediante referéndum sus leyes principales (la Ley de Sucesión de 1947 y la Ley Orgánica del Estado en 1966) y se votaban regularmente concejales, representantes sindicales e incluso miembros de las Cortes.

Vinculada a este error de que la democracia sea idéntica a votar está la idea de que nuestras democracias surgieran hace más de dos mil años y lo hicieran en Grecia. Sí, es cierto que nuestro vocablo “democracia” proviene de mezclar dos términos helenos: “demos” (pueblo) y “krátos” (gobierno, poder). Pero hay que tener siempre mucho cuidado con las etimologías. La palabra española “cosmético” tiene el mismo origen griego que “cosmos”: pero eso no significa que si uno se aplica al cutis todas las cremas de una tienda de cosmética se convierta de pronto en un experto en cosmología a la par de Stephen Hawking. Rebuscando en las etimologías, Nietzsche detectó que la palabra “godos” se parece al término alemán para Dios (Gott); pero a pocos nos llevará eso a adorar a los germanos como nuevos dioses terrenales.

En realidad, lo que llamamos “democracia” se parece muy poco a lo que tenían (de vez en cuando) los griegos y mucho más a lo que inventaron unos cuantos filósofos durante la Ilustración. Eso es una buena noticia, en general, para todos los pensadores: fue lo que los griegos llamaban democracia lo que no vaciló en ejecutar a Sócrates, mientras que ninguna democracia moderna ha ajusticiado jamás a nadie por ponerse solo a filosofar. Y ese es uno de los motivos por los cuales, cuando se inventaron nuestras democracias en los siglos XVII-XVIII, se hizo principalmente para oponerse a cosas como la democracia griega. Basta con leer las filípicas contra ella que nos legaron Kant o los padres de la Constitución estadounidense.

¿Qué distingue nuestras democracias (y las de Locke, Jefferson o Montesquieu) con respecto a la griega? Curiosamente, el mejor modo de entender esto es un mito griego, el de Ulises y las sirenas. La historia es nota: sabedor nuestro héroe de que su nave bogaría cerca de una región repleta de sirenas, damiselas famosas no solo por su cola de pez, sino por la hermosura irresistible de su canto, el cual impulsaba a cuanto incauto marinero lo oyera a arrojarse por la borda en su busca, ideó una aguda estratagema para resistir parejas seducciones entre su tripulación. Obligó a todos a taponarse los oídos con cera. Pero, a la vez, ansioso por conocer las delicias de tal melodía, decidió ser el único en no seguir tal instrucción, no sin antes amarrarse al mástil con gruesa cuerda y con el mandato firme, a todos sus subordinados, que por más que les ordenara y suplicara que lo desataran, no le prestaran ningún caso mientras anduvieran cerca tan hechiceras mujeres. Y de este modo pudo en efecto conocer Ulises los acordes de las arrebatadoras sirenas sin caer en sus garras, y pasar a la historia con fama tan de astuto como de connoisseur de los deleites más excelsos.

Nuestras democracias bien podrían nombrar a Ulises su patrono oficial. Ellas también desean disfrutar de las ventajas del voto y de que la mayoría decida en buen número de asuntos comunes: es una música que les suena bien. Ahora bien, al igual que el héroe griego, nuestras democracias saben que la mayoría no es infalible y que a menudo los marineros de cualquier barco pueden incluso enloquecer. Nuestras democracias saben que la política a veces puede hacer mucho daño a mucha gente. Por eso la democracia moderna surge cuando se decide atar la política a dos mástiles bien firmes. Uno de ellos es una constitución; el otro, la declaración de que hay derechos que nadie (ni siquiera una mayoría embravecida) puede arrebatar a ningún individuo. Con esos dos frenos, la democracia se ha convertido en el sistema político más anhelado en nuestros días; sin ellos, volveríamos a los días en que cualquiera que mantuviera una opinión poco popular debería esconderla o esconderse de una masa que siempre tolera mal a cualquiera que le lleve la contraria.

Las constituciones obligan a que haya ciertas normas básicas que, aunque no son eternas, sí necesiten un acuerdo extremadamente amplio, con un debate no menos pausado y largo, para modificarse. Con ello evitamos los arrebatos de cualquier mayoría puntual, especialmente si nuestra embarcación atraviesa un momento de zozobra.

Las declaraciones de derechos son aún más antipáticas para los que crean que la democracia consiste solo en votar, votar y votar: de hecho, establecen unas cuantas verdades (como que todos tenemos derecho a expresarnos, o a tener la religión que queramos, o a desplazarnos libremente por nuestro país) por encima de lo que piense cualquier mayoría en cualquier votación. Nuestra democracia, por tanto, no surgió porque la gente creyera que cualquier cosa se podía decidir votando: al contrario, nació cuando se vio que las cosas que más nos importan (nuestra libertad, la igualdad de derechos, nuestra vida) son verdades absolutas que no dependen de lo que la masa diga o deje de decir. Y esas verdades tampoco dependen, por cierto, de cualquier tiranuelo, tan parecido en el fondo a una plebe irracional (la historia nos enseña que nada gusta más a un rebaño humano que elegir a algún lobo como su pastor vitalicio).

En tiempos en que muchos ya no creen que existan verdades, en que otros tantos están habituados a conseguir cuanto deseen mediante un mero clic en el ordenador, es duro recordar que la democracia se inventó precisamente para oponerse, en política, a una y otra idea. Pero nadie le prometió a Ulises que lo suyo fuera a ser un crucero de placer.

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