THE OBJECTIVE
Julia Escobar

La diaritis, una enfermedad crónica

«Ese desapego por unos textos que se han escrito en secreto tiene algo de subasta de bienes en vida, de testamentaría suicida, de liquidación imperfecta»»»

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La diaritis, una enfermedad crónica

Como soy lectora antes que escritora, confieso que los diarios que más me gustan son los que se publican póstumamente, en particular si admiro a su autor, sin que me importe que puedan resultar decepcionantes. Son sus diarios, son íntimos; como en su propio cuarto, podía hacer en ellos lo que quisiera, mostrarse sublime o vulgar, envidioso, pesimista u optimista. Estaba en su derecho. Despojado de su encarnadura mortal, lo que escribiera en la intimidad de sus diarios, al publicarse, no pone en entredicho su coherencia intelectual ni su proyecto literario, por muy desmitificadores que sean los hechos que revelen sobre su trayectoria vital.

Siempre recibo las obras póstumas, fragmentarias e inacabadas de mis autores admirados con sorpresa, como un regalo caído del cielo y las leo con delectación de parafílica, poco a poco, porque lo fragmentario de la escritura pide una lectura también fragmentaria y el fragmento es nuestro mejor y más logrado modo de expresión. Todo vale, los diarios más íntimos, las cartas más inanes, los telegramas más urgentes, las notitas galantes más cursis o amenazadoras, todo lo devoro con descaro, sin vergüenza ajena, casi agradecida al avispado editor que convenció a la familia de que el pudor ni es hereditario ni contagioso, y de que la verdad, cuando ya es historia, es casi tan satisfactoria como una mentira.

El autor, amparado en la ventaja de estar muerto, se salva de la contradicción que hay en hacer público un diario íntimo y arrostrar sus consecuencias.  No me refiero a las que pueda tener sobre los demás, en si les van a retirar la palabra o a partir la cara a sus hijos en el colegio, sino a las que tienen sobre su propia escritura y esto, que me perdonen los moralistas, me parece bastante más importante.

Por ejemplo, como lectora y admiradora nunca perdoné a Rosa Chacel que publicara sus diarios en vida. No debió hacerlo, porque quien publica en vida su diario íntimo, subrayo íntimo, adultera los fines (si los tienen) de la actividad diarista entendida como una enfermedad del yo. Una vez divulgado su contenido y voceada esa escritura hasta entonces secreta, el diario íntimo deja de serlo y de cumplir su función catártica, con la desventaja añadida de que como lo que en realidad emite es un mensaje que no quiere ser enviado sino encontrado, resulta decepcionante para todos.

Primero, para el lector, que no se entera de nada y en el fondo, no le importa: al ser un mitómano necesita que el autor sea un mito (lo que, guste o no, huele a muerto) ni, por supuesto tampoco es satisfactorio para el diarista porque al optar por publicar (por las razones que sea) esa excrecencia, ese apéndice, esa víscera que es su diario íntimo, se retuerce como el vampiro ante la cruz y no lo da todo, ni mucho menos, sino que se reserva algo, y siempre será lo mejor y eso, tal vez se pierda para siempre.

Pero él también estará perdido: su diaritis cobrará entonces proporciones monstruosas, será como el alcohólico vergonzante que además de la moderada cantidad que se ve obligado a beber en público para demostrar que es una persona normal, consume clandestinamente un número indeterminado de botellas que habrá de ir ocultando en diferentes escondites.  Así, el diarista impenitente, o dejará de ser íntimo en sus diarios con la consiguiente frustración de sus admiradores futuros o, si está realmente enfermo, contrariado por la publicación que vivirá como una traición a sí mismo, escribirá otro y luego otro que irá ocultando en diferentes escondites, como Tolstoi que además de su diario, por así decirlo “verdadero”, llevaba otro que dejaba por ahí para que lo leyera su mujer. De haberlo querido publicar en vida, se habría visto obligado a escribir una tercera versión para protegerse de sí mismo, confeccionando una especie de estrafalaria muñeca rusa; no hay juegos de palabras inocentes….

Me refiero a lo que ocurre cuando se publica en vida el diario inconfesablemente íntimo, no al diario como género literario que sirve de contrapunto a otros avatares creativos o profesionales practicados en paralelo. En este caso, el diario, o dietario para entendernos mejor, tiene una función testimonial y de apoyatura absolutamente eficaz, transparente, que está más allá de toda sospecha y satisface grandemente al lector. Pienso en Josep Pla, en José Jiménez Lozano en Ramón Gaya, o, ya en otras latitudes, en Jünger, por ejemplo.

Mircea Eliade, al referirse a los diarios de este último, contrapone su método elaborado y sopesado, donde todo es oportuno y nada sobra, al “método Léautaud”, a quien por cierto Jünger admiraba mucho. El diario a lo Léautaud, le parece a Eliade aburrido y trivial, pues el autor escribe de corrido todo lo que se le pasa por la cabeza y por la vida, lo cual produce unos resultados muy desiguales, ya que es difícil ser tremendamente ingenioso y tremendamente profundo todos los días y a la misma hora, “juste avant la nuit”, dice Eliade.  A mí personalmente, me gusta más el método sincrético de Kierkegaard, del diario como cantera de trabajo en el que todo cabe y del que todo puede salir, o en el Zibaldone de Leopardi. Y hay muchos más.

En realidad, lo que me desagrada de quien publica en vida su diario íntimo, aireando así la intimidad de otros, lo que me desagradó en Rosa Chacel, fue esa traición hacia una práctica que hubiera esperado en ella más literaria que vital. Ese desapego por unos textos que se han escrito en secreto tiene algo de subasta de bienes en vida, de testamentaría suicida, de liquidación imperfecta, por parcial, del patrimonio: ahí va una mala tarde, una pelea con mi hijo, un cadáver en el armario, un libro más. No, no le perdonaré a Rosa Chacel que al publicar un diario obligatoriamente cercenado nos haya escamoteado su verdadero diario.

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