THE OBJECTIVE
Paco Segarra

La escultura del Diablo, un homenaje a Dios

Si yo fuera ateo prohibiría que se hiciera una escultura del diablo. Si fuera un ateo consecuente no consentiría monumentos de ningún tipo, porque elevan a divinidad aquello que representan. Un ateo no debe rendir a culto a nada, ni al ser humano.

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La escultura del Diablo, un homenaje a Dios

Si yo fuera ateo prohibiría que se hiciera una escultura del diablo. Si fuera un ateo consecuente no consentiría monumentos de ningún tipo, porque elevan a divinidad aquello que representan. Un ateo no debe rendir a culto a nada, ni al ser humano.

Si yo fuera ateo prohibiría que se hiciera una escultura del diablo. Si fuera un ateo consecuente no consentiría monumentos de ningún tipo, porque elevan a divinidad aquello que representan. Un ateo no debe rendir a culto a nada, ni al ser humano. Yo hubiera sido un ateo incómodo para el poder en el antiguo Egipto, en la Roma imperial o en la India actual, tan plagada de dioses y demonios. Y en la Ilustración, me negaría a adorar a la diosa Razón.

Vagaría solo, clamando contra la estatua al diablo que va a a erigirse en Oklahoma y que es una representación de Bafumet. Según algunos, referencia medieval a Mahoma. Según otros, divinidad gnóstica que se incluyó en los rituales masónicos. Pero el orígen es el mismo, porque el mahometismo es una herejía gnóstica del cristianismo y todas las herejías tienen como padre al diablo, según los teólogos católicos. Como ateo, incomprendido, gritaría que el hecho de elevar una estatua a Satán supone reconocer su existencia y, por tanto, también la de su opositor: Dios. Una estatua del diablo es una concesión a los cristianos y un reconocimiento del Dios en el que creen.

Podría incluso haberse elevado una estatua al diablo con forma de Pluto -qué más da, si es sólo un ser imaginario- y tendría más sentido y haría reír a los niños que tiene a los pies Bafumet. Pero no. Han elegido a una figura cargada de contenido diabólico y, por tanto, teológico y político. Fíjense, si no, en la estrella. Los cristianos atribuyen al diablo gran soberbia y vanidad, y la capacidad de copiar las obras de Dios pero a la inversa. Así, gusta de mostrarse en esculturas, templos y rituales -como los masónicos- y disfruta llenando de símbolos nuestras ciudades. Opone a la Cruz el monolito, el compás y la escuadra; al sacrificio incruento de la Misa, el sacrificio cruento del aborto, y lo hace profanando las mismas palabras sagradas: «Esto es mi cuerpo».

Yo podría ser también un adorador del demonio consecuente, y entonces los niños que aparecen junto a Bafumet deberían ser niños muertos. Porque el culto diabólico reclama sangre humana. Me temo que también sería un adorador del diablo incómodo, porque éste odia la sinceridad, y poner niños muertos a los pies de su estatua es algo demasiado evidente, propio de gentes primitivas, como los aztecas o los incas.

Ustedes saben que no soy ateo, ni adorador del demonio. Soy católico. Y, por tanto, apruebo que se erija una estatua al diablo. Incluso aplaudo la iniciativa. Reafirma mi fe en Dios. El diablo se manifiesta lleno de orgullo y nos dice sin rubor: «Todo esto -todos los reinos del mundo- os daré si me adoráis. Aquí me tenéis: vedme en este monumento imponente. ¡Adoradme!». Y, entonces, volverá a resonar firme, desde toda la eternidad, la voz de Cristo: «Al Señor, tu Dios, adorarás, y sólo a Él servirás.»

No hay diablo sin Dios. Es, lo han adivinado, ontológicamente imposible.

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