THE OBJECTIVE
Andrés Miguel Rondón

La esperanza de Venezuela

Este pasado fin de semana se celebró en Boston la octava edición de #PlanPaís, una asociación no lucrativa de Venezolanos en el exterior que se reúne, año tras año, a planificar la reconstrucción de nuestro país para el día que acabe la dictadura chavista

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La esperanza de Venezuela

Este pasado fin de semana se celebró en Boston la octava edición de #PlanPaís, una asociación no lucrativa de Venezolanos en el exterior que se reúne, año tras año, a planificar la reconstrucción de nuestro país para el día que acabe la dictadura chavista. Convoca, en un hermoso encuentro intergeneracional, a las mentes más brillantes de nuestro pasado y a las más prometedoras del porvenir. Su tono es esperanzado, industrioso, desafiante; a pesar de que muchos de sus miembros tienen prohibida la entrada a Venezuela, perseveran en el intento de seguir trabajando desde fuera. Armados de todas las herramientas de la globalización y la nueva comunicación le hacen un guiño final al cruel gobierno que los exilió: a pesar de la lejanía, aquí seguimos. Más enfadados, unidos y deseosos de cambiar al país que nunca.

Después de posiblemente el peor año de la historia moderna de Venezuela, en el cual nuestro PIB se derrumbó un 12%, donde 157 de nuestros jóvenes fueron asesinados en su legítimo clamor de un mejor futuro, donde el ciudadano promedio perdió 11 kilos de peso, este triste año 2017 donde finalmente volvió la malaria, la difteria, y la rabia, donde se terminó de lanzar por la ventana nuestra constitución democrática y toda esperanza civil de cambio político, donde casi un millón de venezolanos dejaron sus hogares para a menudo sin pasaporte refugiarse más allá de la frontera, este año que no acabó en diciembre sino que lo mataron de un tiro en la frente en verano, poco podía motivar a nosotros lo que estamos fuera a planificar un regreso esperanzado. De dónde sacar la fuerza. Cómo decir volver si apenas nos estamos yendo. Pues bien, esa precisamente fue la pregunta que los muchachos de #PlanPaís nos hicieron este año. Y la respuesta, aunque triste, fue un alarde de sensatez: asumamos que pronto no podremos regresar. Que por tanto somos lo que ya tantos otros pueblos han sido. Una comunidad frustrada y peregrina. Una diáspora.

Parece mentira, pero escuchando los distintos discursos empecé a darme cuenta del sencillo poder que tiene asumirse parte de una diáspora. Pues en ese acto de humildad se esconde la línea fronteriza entre el inmigrante y el emigrante. Entre el inmigrante que a los dieciséis años se fue a conocer Europa con una beca educativa y el emigrante que diez años después, ya habiendo completado su educación, no tiene a dónde volver. Al primero lo define a donde llega, al segundo de donde viene. Uno se va, el otro se escapa. Uno fantasea con el primer mundo, el otro con volver al tercero. Y así, después de varios meses de retorcijos del alma, en los cuales presencié el exilio de mis padres, el fin de la democracia y mi indefinida prohibición de entrada a mi propia ciudad, por fin logré articular mi identidad en un estado concreto. Soy un emigrante, uno de tantos. La diáspora es mi patria.

Son varias las implicaciones de esta verdad. La primera es que la condición de emigrante es, por definición, compartida. La segunda es que por tanto nos debemos solidaridad. La tercera es que en esta era de globalización no es excusa estar fuera para no trabajar por el país. Podemos enviar, además de medicinas y divisas, ideas, proyectos por compartir, un sinfín de apoyos sentimentales y políticos. La cuarta, y quizás la más práctica, es que nos debemos —como mínimo— un saludo cada vez que nos topemos en calles extranjeras.

Todo emigrante propiamente dicho lo que quiere es volver. La solución a la inmigración descontrolada, por tanto, no es construir muros para impedirnos entrar. Es ayudarnos, como ha hecho ahora Boston, a construir el barco de nuestro regreso.

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