THE OBJECTIVE
José Andrés Rojo

La Europa trágica

La tragedia griega está instalada en el corazón de Europa. Las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides llevaron a los escenarios una manera muy concreta de entender la vida. Nietzsche supo explicarla muy bien recurriendo a las figuras de Dioniso y Apolo. El primero, el dios de la embriaguez, representa cuanto de caótico existe en las remotas profundidades del hombre: lo más salvaje, lo más irracional, el puro desorden. El segundo, el dios de la belleza y el equilibrio y la razón, es quien permite dar forma a todo ese anárquico barullo que nos constituye. Lo trágico es eso: el momento en que lo más oscuro se hace carne.

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La Europa trágica

Reuters

La tragedia griega está instalada en el corazón de Europa. Las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides llevaron a los escenarios una manera muy concreta de entender la vida. Nietzsche supo explicarla muy bien recurriendo a las figuras de Dioniso y Apolo. El primero, el dios de la embriaguez, representa cuanto de caótico existe en las remotas profundidades del hombre: lo más salvaje, lo más irracional, el puro desorden. El segundo, el dios de la belleza y el equilibrio y la razón, es quien permite dar forma a todo ese anárquico barullo que nos constituye. Lo trágico es eso: el momento en que lo más oscuro se hace carne.

Está, por ejemplo, el caso de Medea. La mujer que, en un turbio arrebato en el que se mezclaron los celos con la humillación y la furia, mató a sus hijos. ¿Cómo pudo ser eso posible, cómo fue capaz aquella dama de destruir a aquellos pequeños a los que ella misma había traído al mundo? Lo hizo, y los trágicos griegos fueron capaces de mirar de frente ese horror. No lo ocultaron, no lo maquillaron, le dieron forma para que supiéramos que no sólo en Medea, sino también en todos nosotros, habita esa negrura.

El proyecto de la Europa que conocemos ahora se consigue armar tras aquellos años en que dos terribles guerras asolaron el continente. La más cabal expresión de la indignidad a la que puede llegar el ser humano queda ilustrada de manera diáfana en el proyecto totalitario de la Alemania nazi. Y, más concretamente, en la Solución Final. Hubo un montón de hombres corrientes, muchos de los cuales no tenían una ideología clara ni pretendían alcanzar ningún mérito especial, que entraron en distintos pueblos de la Europa del Este con la orden  de llevarse de allí a los judíos que encontraran para matarlos. Y lo hicieron. Los recogieron como ganado y los condujeron hasta los lugares donde iban a pegarles un tiro en la nuca. La víctima y el verdugo iban caminando juntos como dos antiguos compañeros que salen de picnic. Llegados a un punto, había uno que liquidaba al otro.

No es fácil mirar tanto horror de frente. Como ocurría con Medea, resultaba incomprensible que, pongamos por caso, un zapatero matara a otro zapatero. Pero fue exactamente lo que ocurrió: en aquella imponente catástrofe no sólo participaron los fanáticos. Así que hubo algunos políticos que se propusieron que aquello no volviera a ocurrir. Y fueron poniendo un peldaño tras otro hasta llegar a la Unión Europea que conocemos hoy. La Europa trágica es eso: las formas que se inventaron para canalizar lo peor para que no volviera a ocurrir.

Formas: reglas de juego, instituciones, tratados, acuerdos, pactos. Pero si se rasca un poco, uno se da de bruces con el horror de aquellos nacionalismos desatados y sus proyectos totalitarios. Jorge Semprún, en el sexagésimo aniversario de la liberación del campo de concentración de Buchenwald, dijo el 10 de abril de 2005: “El ciclo de la memoria activa se está cerrando”. O lo que es lo mismo: que cada vez van quedando menos de los que estuvieron ahí (en aquel ignoto abismo). La Unión Europea de hoy, que tiene algunos importantes déficits pendientes de corregir –democráticos, fiscales, de seguridad–, anda buscando símbolos y rituales que refuercen el sentimiento de pertenencia de sus ciudadanos. Y ha montado por todo lo alto los funerales de Helmut Kohl y Simone Veil. Nunca está de más. Pero es difícil que proyectos trágicos, como la democracia o esa Europa con sede en Bruselas, despierten grandes entusiasmos. Para seguir convencidos de que no hay otra salida hace falta mirar de frente, una y otra vez, el horror. Y ahora que los testigos están muriendo, más que nunca resulta necesario volver a contar y contar y contar. Eso fue lo que pasó. Y ésa, la Unión, la respuesta (trágica) que Europa supo inventar.

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