THE OBJECTIVE
Cristina Casabón

La hora del juicio sentimental

«La distinción de Carl Schmitt entre el amigo y el enemigo se ha convertido, gracias al sentimentalismo y a las ideologías, en el eje básico del debate político»

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La hora del juicio sentimental

En sus Viejas historias de Castilla la Vieja, Miguel Delibes narra la escena de un “juicio” protagonizado por cuervos en la gran planicie de Molacegos del Trigo: “Los jueces se posaban sobre las crestas desnudas de los chopos, mientras el reo, rodado por una nube de grajos, lo hacía sobre las ramas del olmo. (…) En tanto duraba el juicio, los cuervos se mantenían en silencio, a excepción de uno que graznaba patéticamente ante el jurado. (…) Luego, así que el informador confluía, los jueces intercambiaban unos graznidos y, por último, salían de entre las filas de espectadores tres verdugos que ejecutaban al reo a picotazos sin que la víctima ofreciera resistencia. En tanto que duraba la ejecución, la algarabía del bando se hacía estridente”. Un libro de Hyatt Verrill, dice Delibes, documentaba un caso parecido.

Sea realidad o ficción, el relato Grajos y Avutardas refleja los juicios morales de nuestra sociedad, esa normalidad con la que se señala a los críticos y disidentes desde las tribunas, los medios de comunicación y las redes sociales. Durante esta crisis, algunos de los representantes públicos han declarado su intención de imponer restricciones a la libertad de expresión. Esta amenaza ha ido acompañada de charlas morales sobre lo que implica ser un buen ciudadano y llamadas a la emotividad: “¡Hay que empatizar!”. Algunos han atacado desde los medios los comportamientos “desviados”, tachando a los críticos de “quintacolumnistas” por poner en cuestionamiento lo que consideran la “autoridad moral”.

La expresión “hay que empatizar”, tantas veces pronunciada por Sánchez y el lenguaje sentimental, de tono presidencial y solemne, apela directamente a las emociones del electorado, relegando las explicaciones, la precisión y los datos a un segundo plano. De este modo, los ciudadanos pasan de tomar una postura racional y activa, que requiere estar bien informado sobre un tema, a tomar una postura emocional y pasiva. No hay más que escuchar algunas expresiones, como “nueva normalidad”, o el nuevo lenguaje bélico, bastante irracionales.

El ciudadano sentimental asume sin demasiados cuestionamientos que la gestión de la crisis es buena, y las criticas le parecen casi un insulto a su genuina compasión y a la buena voluntad del gobierno. Como dijo Theodor Adorno, “las ideologías y alineaciones políticas sobreviven a las catástrofes”, pues ayudan a ordenar las ideas, simplificando el mundo en “buenos y malos”. La distinción de Carl Schmitt entre el amigo y el enemigo se ha convertido, gracias al sentimentalismo y a las ideologías, en el eje básico del debate político.

Además, esta dinámica simplista nos evita tomar riesgos innecesarios: hemos visto cómo la “ofensa moral” empuja a la descalificación del disidente desde tribunas y altavoces mediáticos. Nadie, en su sano juicio, quiere ser un pobre cuervo desplumado. Dalrymple, en su libro Sentimentalismo tóxico, explicaba que el sentimentalismo es “coercitivo” a la vez que “autoindulgente”, pues “anima a los ciudadanos a sumergirse en el cálido baño de las emociones convenciéndoles de que están siendo generosos al hacerlo”.

Para Dalrymple, “la suposición razonable de que la expresión de las emociones está controlada por nuestra conciencia convierte la intensidad de esa expresión en una cuestión moral” y la adopción de un cliché moral es lo que hace que una opinión sea válida. Los juicios morales implícitamente anulan la “autonomía moral”, que se convirtió en el fundamento de toda sociedad liberal, superando la “moral de la obediencia” gracias al legado de filósofos como Kant o J.S. Mill (Schneewind).

El sentimentalismo es la expresión de las emociones sin racionamiento ni juicio, y lejos de la concepción romántica, parece que su irracionalidad no es instrumento más adecuado para los debates en la esfera pública. La explosión de empatía y emociones ignora deliberadamente la diversidad de opiniones, juicios morales y las distintas sensibilidades. La democracia sentimental promete una vida más tranquila si se adoptan determinados clichés morales, pero el daño colateral es la opresión de la autonomía moral, cuando ésta no se ajusta a los sentimientos de la mayoría.

La pregunta de a quién estamos transfiriendo nuestra autoridad moral y con qué derecho algunos representantes públicos y ciudadanos hacen juicios morales, llegando al punto de censurar contenidos que consideran “negativos”, parece pertinente. Curiosamente, encontramos que aún quedan tipos casi trágicos con dilemas morales, como el pobre cuervo desplumado de Delibes, que se atreven a ejercer su derecho a la crítica.

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