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Juan Manuel Bellver

La imparable universalidad de la tapa

«Hoy las tapas han perdido ese acervo regionalista y ese linaje encanallado para tornarse irritantemente cualitativas»

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La imparable universalidad de la tapa

Nacho Carretero Molero | Unsplash

«Basta con decir tapas para identificar la cocina española. Las tapas definen nuestra modalidad culinaria más popular y genuina; son la punta de lanza de nuestra penetración gastronómica en el mundo», explicaba el periodista y escritor Luis Cepeda el otro día en Madrid Fusión, durante la presentación de su libro La vuelta al mundo en 80 tapas.

El título, claro, alude al relato de Julio Verne La vuelta al mundo en 80 días (1873), que narra las vicisitudes del flemático gentleman británico Phileas Fogg y su criado francés Jean Passepartout para dar la vuelta al mundo en ese limitado periodo de tiempo, empleando los medios de locomoción disponibles en aquella época: ferrocarril, barco, trineo… ¡incluso elefante! Todo, por una apuesta entre caballeros durante una sobremesa en el Reform Club londinense. Cada vez que voy al 104 de Pall Mall, brindo por ese fantástico periplo novelado con un viejo colheita de Porto.

Editado por el Ayuntamiento de Valladolid, La vuelta al mundo en 80 tapas funciona, por su parte, como antología del Concurso Nacional de Pinchos y Tapas y del Campeonato Mundial de la Tapas que vienen celebrándose desde 2005 a orillas del Pisuerga. La capital pucelana es todo un referente internacional por su eno-gastronomía y por ese certamen de cocina en miniatura que acoge cada mes de noviembre, atrayendo desde hace 16 años a cocineros de toda España y, también desde hace seis, a concursantes foráneos.

Para Cepeda, director técnico de ambos torneos, la españolísima tapa es «una forma de expresión culinaria y de comportamiento social». «Como las pizzas italianas, el dim sum de los chinos, los tacos mexicanos, el sushi de los japoneses o el kebab turco, se trata de porciones alimenticias elaboradas con técnicas de ensamblaje rápido y productos estimulantes, que pueden saborearse de inmediato de manera informal. El hábito creciente de comer fragmentado y variado, acompañando la bebida o predispuestos por el apetito casual, ha impuesto su trascendencia», explica en la introducción de la obra.

Conozco a Luis Cepeda desde hace lustros. Es, como él mismo se define en su blog, un cronista gastronómico sin alergias ni manías; pero, sobre todo, un observador del hecho culinario, sosegado y erudito, que siempre dice cosas razonables. He seguido con placer sus críticas semanales de restaurantes madrileños en diversos medios e incluso hubo un tiempo en que compartimos plató como jurados de un espacio pionero de los concursos televisivos de cocina.

Se titulaba Esta cocina es un infierno. Los otros tres fijos del programa eran los chefs Mario Sandoval y Sergi Arola y la presentadora Carolina Ferré. Fue perpetrado por la productora Zeppelin TV, que prefirió dar prioridad al reality show sobre el contenido culinario. Y lo emitió en invierno de 2006 Tele 5, que decidió no seguir con el proyecto al constatar que el share llegaba pocas veces al 20%. Hoy, semejante vodevil, con Leticia Sabater, Pino D’Angiò, DJ Kun o Bárbara Rey en el papel de aspirantes, hubiera tenido quizá más tirón.

Por supuesto, todos los implicados en aquel bodrio fueron considerados después como apestados por el medio televisivo. Y esa es quizá la explicación de que nunca nos hayan vuelto a llamar ni para vendernos una antena parabólica. Sin embargo, como esos reos que han estado juntos en galeras, mantengo con Luis la complicidad de las vivencias compartidas. Por eso y por su buen criterio y mejor pluma, leo siempre con interés cuanto publica.

En esta última entrega, cita a nuestro añorado Manuel Vázquez Montalbán cuando dice que «la tapa es libre y la norma estorba»: «Tapa es una palabra española destinada a ingresar en el diccionario políglota internacional. La tapa es una oferta de felicidades plurales, breves, pero continuadas para el paladar. Un ritual agradable, una comida itinerante lleva de sabores, de propuestas imaginativas y de libertad sin semejanzas en ninguna cultura gastronómica. El tapeo es una manera lenta y comunicativa de comer porque se practica al pie de una barra, rodeado de otros adictos a la causa, y casi siempre intercambiando invitaciones con unos y otros… Es la expresión alimentaria de un estilo de vida en el que se prueba de todo, se conversa mucho, se bebe inteligentemente y se llega a la no fácil conclusión de que el mundo en pequeñas porciones está bien hecho». ¡Qué grande eras Manolo!

Pero, además, nuestro autor se alinea con la Real Academia de Gastronomía para defender la propuesta de que la tapa sea reconocida como Patrimonio Cultural y Gastronómico de España. Presentada hace cinco años ante el Ministerio de Cultura, con una resolución inscrita en el BOE en febrero de 2018, dicha iniciativa es el paso previo a la solicitud de que esta forma de comer tan celtíbera y tan imitada en todo el planeta sea incorporada a la lista del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad de la Unesco. Y yo me digo, con Luis, que si tan respetable organismo internacional ha concedido previamente dicha distinción a la pizza napolitana, el kimchi coreano, el café turco, el pan de jengibre croata, la cocina callejera de Singapur o la dieta mediterránea, ¿por qué no a nuestra querida tapa?

«La tapa es un modelo de convivencia, comunicación y cultura, cuya curiosidad se extiende al mundo», sentencia Cepeda. «Merece considerarse como ejemplo de concordia alimenticia y costumbre arraigada, como símbolo de un país asombroso, placentero y hospitalario».

En su libro, además de esta acertada defensa del rito del picoteo grupal, el lector podrá descubrir las recetas vencedoras de pasadas ediciones del festival vallisoletano, en la categoría nacional o internacional, empezando por el rabo de ternasco con borrajas de Iván Vilanova (La Venta del Sotón, Huesca) y terminando con el Kiwi octopus del neozelandés Dominic MacPhail (Gusto, Auckland), pasando por algunas de las creaciones que se dieron a probar en la última edición de Madrid Fusión, como ese Corchifrito de Emilio Martín (Suite 22, Valladolid) que es en realidad un cochinillo al verdejo, oloroso y manzanilla, presentado como si fuera el corcho de una botella de vino.

¡Quién le iba a decir a Francisco de Quevedo, cuya Historia de la vida del Buscón (1626) ya menciona los avisillos que se servían acompañando al vino en los mesones del Siglo de Oro, que este condumio creado para avivar la sed y asentar el morapio terminaría adquiriendo tal grado de sofisticación!

Según el Diccionario de la Real Academia Española, una tapa es –en su octava acepción– ‘una pequeña porción de algún alimento que se sirve como acompañamiento de una bebida’. Y aunque la novela anónima La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades (1554) consignaba la tradición de las tabernas castellanas en cuanto a tapar los vasos con finas lonchas de carne porcina seca que algún cliente hambriento terminaba ingiriendo, lo cierto es que los estudiosos de nuestra lengua no dieron por buena esa interpretación del vocablo hasta 1939.

Para nuestra colega Ana Vega Pérez de Arlucea, la RAE llegó algo tarde a su cita con el tapeo, puesto que en 1935 el periodista Juan Ferragut ya argüía que «la tapa es un modo distraído de comer sin darse cuenta». «Menos de un siglo después, las tapas son uno de los pilares de la Marca España en el extranjero y su búsqueda en internet muestra 142 millones de resultados», afirma esta encomiable cronista de la historia gastronómica patria.

Cuenta Vega Pérez de Arlucea en uno de sus escritos sobre el origen de la tapa que el mismo «ha desembocado en un tropel de leyendas urbanas y mitos indocumentados» y «dependiendo de dónde busquemos, podemos encontrar como inventores a personajes ilustres que sirven para darle a la historia un halo de misterio y relumbrón». De las muchas teorías que circulan sin la menor base documental, mi favorita es la que sitúa su nacimiento en Cádiz, escenario de una presunta anécdota en la cual un monarca es convidado a un vaso de vino en El Ventorrillo del Chato u otro establecimiento similar. «Debido a la presencia de moscas –Ana Vega dixit–, el hipotético tabernero decide en un arranque de ingenio poner una loncha de jamón encima del vino para no perturbar a su majestad con la vulgaridad de un insecto nadando en el trago. El rey hace alarde de campechanía borbónica y, encantado por el invento, reclama otro vino con tapa y sienta precedente entre la multitud».

Al margen de todas las teorías al respecto, lo único cierto es que la bebida llama a la manduca y cualquier mesonero sabe cuán rentable es servir con el primer trago algo que masticar, de preferencia salado o avinagrado, puesto que las chacinas, quesos maduros, salazones y encurtidos secan el gaznate y agudizan la sed. De ahí a la popularización de este rito por parte de los cántabros que emigraron a Andalucía para montar tiendas de ultramarinos hay un paso. Y ya la revista granadina La Alhambra contaba en 1911 –el hallazgo es de Ana– que «al hombre andaluz se le distingue por estar trasegando cañas con sus tapas o aperitivos».

Aquellos curiosos almacenes de coloniales de los emigrantes jándalos terminaron extendiendo la costumbre por toda la península y, desde inicios del siglo XX, no hay bar en la piel de toro que no sirva –gratis o por una cantidad simbólica– algún piscolabis con la caña, chato o zurito. Más aún, a partir de la Posguerra, cuando el hambre y el racionamiento hacían inviable acudir a restoranes pero (casi) cualquiera podía pedir en una barra o freiduría un cuartillo de vino con unas papas bravas, un zarajo o una oreja al ajillo.

Hoy las tapas han perdido ese acervo regionalista y ese linaje encanallado para tornarse irritantemente cualitativas, uniformes y hasta cosmopolitas. No me quejo. Aún recuerdo unas inverosímiles croquetas de paella typical Spanish, pétreas e insípidas, que me sirvieron en los 80 en el barrio londinense de Camden Town. ¡Algo hemos mejorado!

Así que no seré yo quien critique el papel que Ferran Adrià y sus discípulos –con Carles Abellán, Paco Roncero y José Andrés a la cabeza– han tenido en la modernización y mundialización de nuestros entrañables pinchos. De la banderilla hemos pasado, casi sin darnos cuenta, a la alta cocina en miniatura, con una progresión conceptual, técnica y estética que jamás pudieron soñar Josep Pla, Gaudí o Dalí.

La vanguardia coquinaria le ha restado algo de autenticidad al fenómeno y así pasa, que esta primavera ha cerrado un templo madrileño de la casquería como es La Freiduría de Gallinejas, del cual hablaremos cualquier otro día. Pero esa misma vanguardia también ha contribuido a que instituciones publicas y privadas se tomen en serio el asunto, empezando por la asociación Saborea España, que ha logrado instaurar el Día Mundial de Tapa el tercer jueves de junio, y continuando con Turespaña, organismo que en 2015 presentó en Bruselas el estudio Origen de la historia de la tapa y su desarrollo a nivel internacional, firmado por el profesor Frédéric Duhart, experto en Antropología Histórica y culturas alimenticias, el cual afirma que las tapas españolas «son hijas de la modernidad». Así que esto no ha hecho más que empezar y sólo puede ir a más.

Mientras eso ocurre, sigamos festejando el auge del fenómeno y proclamando su innegable universalidad. Más que una especialidad culinaria con pasaporte, un estilo de comer que trasciende fronteras y casi una forma de entender las relaciones sociales y la vida.

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