THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

La inmigración, explicada a los niños (de izquierdas)

Acerca de la inmigración en España hay dos evidencias que relumbran más que el sol: la primera, que hace falta un debate al respecto; la segunda, que va a ser extraordinariamente difícil que tal debate mantenga unos mínimos de inteligencia (por no hablar de cordialidad).

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La inmigración, explicada a los niños (de izquierdas)

Acerca de la inmigración en España hay dos evidencias que relumbran más que el sol: la primera, que hace falta un debate al respecto; la segunda, que va a ser extraordinariamente difícil que tal debate mantenga unos mínimos de inteligencia (por no hablar de cordialidad).

Que a los españoles nos falte este debate resulta, hasta cierto punto, explicable: al fin y al cabo, fuimos de los países europeos que más tarde empezaron a acoger masas migratorias. Aunque también es verdad que, cuando finalmente comenzamos a hacerlo, lo hicimos copiosamente. Los datos son elocuentes: hace solo 20 años, apenas un escaso 1,6% de la población censada en nuestro país era extranjera. Mientras, otras naciones europeas contaban ya incluso con amplias segunda o tercera generación de inmigrantes, así como les seguía llegando un nutrido flujo (la población británica, por ejemplo, ya crecía cada año más gracias a los forasteros que a los neonatos).

Fue justo entonces cuando los españoles empezamos a albergar gentes de otras tierras con un ritmo rápido, de casi un punto porcentual más al año. De forma que doce años más tarde, en 2010, teníamos ya un 12,2% de población extranjera aquí. Fue una velocidad histórica: tres o cuatro veces la tasa media de EE. UU., ocho veces la francesa; la mayor europea en 2005, tras Chipre y Andorra. De hecho, tras el paréntesis de la crisis económica, hemos vuelto a ser el séptimo país con mayor flujo de inmigración de la OCDE. España es una potencia mundial en muchos aspectos, y uno de ellos es, a diferencia de lo que ocurría en 1998, la acogida de inmigrantes.

Por ello seguramente resulta torpe seguir postergando un debate racional sobre esta cuestión. Si bien nos topamos ahí con la segunda evidencia que señalé antes: sabemos que resulta prodigiosamente complicado dialogar sobre este tema cargados de argumentos, en lugar de insultos. Todos lo hemos comprobado este verano: las etiquetas de “xenófobo” o “racista”, unidas a otras más manoseadas como “facha”, manan inmediatas, apenas incoada la discusión, de la boca de ciertos sectores, como manaba saliva de la del perro de Pávlov al toque de campana.

Bien es verdad que buena parte de esta tendencia a los improperios, en lugar de las razones, puede tener que ver con lo que ya hemos comentado aquí en alguna otra ocasión: las dificultades, especialmente en la izquierda, para debatir sin el uso de dicterios y otros recursos peyorativos. Sin embargo, creo que en el caso de la inmigración hay otro motivo que explica que los sectores más partidarios de promoverla (tanto la legal como a menudo la ilegal) se lancen raudos al vilipendio del discrepante. El motivo, sencillamente, es que no tienen ni pajolera idea de las razones de ese discrepante.

En efecto, volvemos a toparnos con la enseñanza de un estudio capital que ya hemos comentado otras veces (por ejemplo, aquí y aquí): que las personas de mentalidad izquierdista tienen muchas más dificultades para comprender qué piensan en realidad las personas de derechas que a la inversa. Dado que la izquierda actual adopta más a menudo posiciones a favor de aceptar inmigrantes de modo amplio o incluso irrestricto (postura que no tiene por qué ser necesariamente la propia de la izquierda, nos diría Jorge Verstrynge; pero eso es algo en que ahora no podemos detenernos), de ahí se derivaría esa su tendencia vituperante hacia posturas más moderadas, o incluso reacias, a la inmigración.

Por ello hemos de ser generosos y esforzarnos por explicarle a esas personas que, en realidad, no todo el que difiere de ellos es un monstruo racista recién salido del infierno del Xenofobia S.A. De hecho, hay que explicarles pacientemente que se puede discrepar de ellos por motivos y con argumentaciones muy distintas entre sí: y que, por ello, tildar a todos cuantos lo hagan de xenófobos conduce al típico desastre de cualquier cajón de sastre.

En esta nuestra tarea pedagógica puede ser de gran ayuda el estudio publicado este agosto por More in Common en torno a las actitudes de los italianos sobre la inmigración. Se trata del tercer análisis que publica este joven equipo de investigadores, quizá más iluminador para nuestra situación española que los anteriores (acerca de Alemania y Francia), a la espera de que publiquen un documento similar sobre nuestro país.

Al fin y al cabo, además, no nos van a importar aquí tanto las cifras obtenidas en Italia, sino la clasificación en grupos con la que estos investigadores organizan su estudio. Porque la primera enseñanza que cabe extraer de él, y que es bueno explicar a todos los niños y las niñas, es que dividir el mundo (o Italia, o España) en dos (en aquellos que son favorables a la inmigración y aquellos que son xenófobos) es un grosero y enorme error.

En efecto, las encuestas y estadísticas de este equipo (en que participa la española Míriam Juan-Torres González) muestran que, para entender las actitudes de la gente frente a la inmigración, lo mejor es organizar los datos en siete grupos bien distintos. Dos de esos grupos (formados en Italia por un 12 % y un 16 %, respectivamente) corresponderían a los netamente abiertos a la inmigración (aunque por motivos muy distintos en cada caso): se trataría de lo que el estudio denomina “cosmopolitas” y “católicos humanitarios”. Otros dos grupos, que congregarían a un 7 % y un 17 % de los italianos, podrían bautizarse como “nacionalistas hostiles” y “defensores de la cultura”: son (cabe deducirlo de tales nombres) los más renuentes a cualquier tipo de inmigración. Y, por último, nada menos que tres grupos se hallarían en una zona intermedia en lo que a los inmigrantes corresponde: son los “preocupados por la seguridad” (12 %), los “olvidados por la sociedad” (17 %) y los “moderados descomprometidos” (19 %).

Como se observa, ninguno de los grupos en los extremos congrega a demasiados italianos: los partidarios de cerrarse pétreos a los inmigrantes son solo un 24 %; los partidarios de abrirse aún más a ellos, un 28 %. Entonces, ¿cómo es posible que el recién elegido Gobierno italiano esté dominado en este aspecto por las políticas nítidamente antiinmigratorias de Salvini? El motivo es sencillo: gran parte de los miembros de los demás grupos (que forman un 48 % de la población) se han visto empujados hacia las posiciones reacias a la inmigración, aunque por motivos en que no priman ni su hostilidad nacionalista hacia ella, ni una obsesión por preservar una cultura italiana de presuntas amenazas. Y, por ello, cuando los favorables a la inmigración les acusan de odiar a los inmigrantes o de buscar la pureza de su país, no solo se están portando de modo un tanto maleducado con ellos: es que están errando por completo el tiro.

Pues, de hecho, buena parte de esos italianos (12 %) preocupados por la seguridad de su sociedad y esos otros (el 17 %) que se sienten olvidado por ella se duelen de que crezca el nivel de racismo o discriminación hacia los extranjeros; y muchos les reconocen un sincero esfuerzo de integración en Italia (lo cual los asemeja a los católicos humanitarios y cosmopolitas, en que también abunda esa buena opinión sobre los inmigrantes). Por su parte, los “moderados descomprometidos” (un 19 %, recordemos) muestran altos niveles de empatía hacia los refugiados, por ejemplo; simplemente, no ven claro que todo aumento de la inmigración sea siempre y en cualquier lugar bueno.

Tampoco el sentir un alto aprecio por la cultura italiana es indicio de que alguien vaya a estar en contra de la inmigración, como ocurre con los “nacionalistas hostiles”: el grupo de los “católicos humanitarios” alimenta asimismo esa actitud fuertemente patriótica hacia los valores clásicos de su país, y justo por eso adopta luego una posición abierta hacia los inmigrantes (ya que cree que la hospitalidad es parte de esas virtudes italianas). No hace falta estar en contra de las fronteras y votar a partidos de izquierdas, como le ocurre típicamente al grupo de los “cosmopolitas”, para favorecer la inmigración, pues.

Hay más datos curiosos en el estudio. Por ejemplo, los más convencidos de que la sociedad está montada para favorecer siempre a los ricos y perjudicar siempre a los pobres son… los “nacionalistas hostiles”; algo que probablemente explica por qué este sector se ha ido nutriendo, en Italia y gran parte de Europa, de antiguos votantes de partidos obreristas. Otro dato interesante es que al otro grupo cerrado a la inmigración, los “defensores de la cultura”, así como a los “moderados descomprometidos” han llegado personas que desconfían mucho de los medios de comunicación cuando hablan de la inmigración: parece que a la estrategia de muchos periodistas de ocultar este tipo de problemas con el fin de “proteger a los inmigrantes” le ha salido el tiro por la culata (con el agravante de que se trata de la culata de un cañón). De hecho, varios de los grupos albergan sentimientos bastante favorables hacia las personas inmigrantes en concreto; pero, simplemente, creen que los políticos y periodistas (que no suelen vivir rodeados de este tipo de extranjeros) se ha olvidado de abordar los problemas de los que sí conviven con ellos.

En suma, es imposible resumir aquí todos los prejuicios que rompe y todas las ideas que alumbra un estudio como este, mediante el simple recurso de liquidar la presunta dicotomía simplona entre partidarios de la inmigración y xenófobos. Bástenos recomendarlo. Y es que, si se nos permite la paradoja, quizá sí sea verdad que existen dos tipos de personas en el mundo: pero son los que se creen que hay solo dos tipos de personas y luego, mucho más sensatos, todos los demás.

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