THE OBJECTIVE
Fernando Garcia Iglesias

La lejana belleza  

Se busca insaciablemente la palidez que adornaba la piel de la nobleza que no salía de sus palacios, que no se exponía a las inclemencias del tiempo, que no laboraba bajo el riguroso Sol en los campos de arroz. La blancura era aristócrata, el bronceado plebeyo. Y así continua.

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La lejana belleza   

Se busca insaciablemente la palidez que adornaba la piel de la nobleza que no salía de sus palacios, que no se exponía a las inclemencias del tiempo, que no laboraba bajo el riguroso Sol en los campos de arroz. La blancura era aristócrata, el bronceado plebeyo. Y así continua.

Con la impaciencia propia de los niños cuando esperan entusiasmados y nerviosos la llegada de un cumpleaños o de unas navidades, así anhelan muchos la entrada del verano. Después de gélidos inviernos y primaveras bañadas en lluvias, el calor y lo rayos del Sol vienen como un bálsamo curativo a acariciar la piel que se resguardaba blancuzca tras muchos meses recubierta en ropas y abrigos.

Es el ritual del estío que nos hace desnudarnos para que el cuerpo y el Sol se unan como cada año en esa danza que durará varias semanas. Al principio, el Sol abraza fuerte a la piel todavía cautiva del invierno y la palidez, y se siente un cosquilleo por los brazos desnudos, como un rozarse tibiamente. El cariño del Sol bien tomado, que esperó pacientemente escondido detrás de las nubes durante meses, sonroja ahora la piel, ya acostumbrada a su presencia, y a los pocos la va bronceando, a modo de un pintor torpe pero tenaz, y los cuerpos ansioso se dejan colorear, como el lienzo en blanco que espera los trazos del maestro. Nos atrae la piel morena, por eso la buscamos.

Pero los cánones de belleza conocen de fronteras y de tiempos pasados. En la China actual hay muy poco de aquel ayer de campesinos y aristócratas, de una muchedumbre de agricultores y de una élite de emperadores. Los rascacielos envueltos en luces multicolor son los nuevos campos donde todos trabajan, las ciudades como junglas urbanas de hormigón han ido reemplazando los arrozales de antaño. Pero esa belleza ideal de otra época, la de los tapices antiguos, permanece como un pilar difícil de derribar en esta tierra siempre cambiante.

Se busca insaciablemente la palidez que adornaba la piel de la nobleza que no salía de sus palacios, que no se exponía a las inclemencias del tiempo, que no laboraba bajo el riguroso Sol en los campos de arroz. La blancura era aristócrata, el bronceado plebeyo. Y así continua. Las chicas jóvenes sacan sus paraguas en los días más soleados, y protegen su piel blanca casi translúcida, surcada de venas azules, como ríos envueltos en la niebla. 

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