THE OBJECTIVE
Matias Costa

La novia fiel

Puede que no sea lo más acertado que una aerolínea a la que recientemente se le han estrellado dos aviones plantee la cuestión, pero a mi me parece una pregunta pertinente. ¿Qué quiero hacer yo antes de morir? No olvidarme de vivir.

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La novia fiel

Puede que no sea lo más acertado que una aerolínea a la que recientemente se le han estrellado dos aviones plantee la cuestión, pero a mi me parece una pregunta pertinente. ¿Qué quiero hacer yo antes de morir? No olvidarme de vivir.

En México nadie se libra de cargar con su mote de por vida, es algo inherente a la propia existencia, el que quiera vivir allí se aguanta y se deja llamar como los demás decidan. Puede ser algo inocente, una palabra que uno pronunciaba mal en la infancia o un diminutivo cariñoso, pero en muchas ocasiones es un giro lingüístico cargado de humor ácido que revela una característica esencial del aludido, una cualidad, un defecto, un punto débil o fuerte. A uno que no lo traga nadie lo llaman “El Chicle”, al que siempre está pegado a la botella “El Corcho” o el “Whiskas” al que tiene éxito con las mujeres, porque 8 de cada 10 “gatas” lo prefieren. En todo caso cuando recibes tu apodo se te aplica la doméstica ley de Herodes: te chingas o te jodes.

También las cosas inanimadas reciben sobrenombre, como “La Bestia”, el tren que recorre el país con el techo repleto de inmigrantes de Centroamérica camino de EE UU. Hasta la propia muerte tiene más de 50 nombres conocidos: La Igualadora, La Comadre, La Seria, La Fría, La Llorona, La Huesuda o La Novia Fiel.

No he conocido un lugar donde la muerte sea un asunto tan público y aceptado como en México. Más allá de la comercialización de sus manifestaciones más coloridas y folclóricas, el culto a la muerte, o más bien, la relación de tu a tu que se mantiene con ella, está presente en todos los extractos sociales, en cada edad de la vida y en cada rincón del país. Y paradójicamente, o quizá justo por eso, por la familiaridad con la muerte, en México llama la atención la energía, el entusiasmo, las obstinación por estar en la vida sin complicársela. Esa relación feliz con lo inevitable contrasta con el vínculo opaco, sordo y mudo que mantenemos en otros países, donde la muerte no se nombra, no se incorpora a lo cotidiano, pero se manifiesta de fondo como un continuo desaliento que nos apaga la vida desde que nacemos.

Puede que no sea lo más acertado que una aerolínea a la que recientemente se le han estrellado dos aviones plantee la cuestión, pero a mi me parece una pregunta pertinente. ¿Qué quiero hacer yo antes de morir? No olvidarme de vivir.

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