THE OBJECTIVE
Jesús Montiel

La sociedad culpable

Somos culpables aunque involuntariamente. Fundada sobre la injusticia, nuestra sociedad es profundamente arbitraria. Todo cuanto disfrutamos los hijos de la prosperidad, las comodidades de las que nos beneficiamos a diario, mecánicamente, han sido conquistadas a costa del prójimo.

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La sociedad culpable

Somos culpables aunque involuntariamente. Fundada sobre la injusticia, nuestra sociedad es profundamente arbitraria. Todo cuanto disfrutamos los hijos de la prosperidad, las comodidades de las que nos beneficiamos a diario, mecánicamente, han sido conquistadas a costa del prójimo. Hasta el gesto más inofensivo rezuma imparcialidad. Mi iPhone, por ejemplo, ha sido elaborado con el sudor de los niños del Congo que se matan, literalmente, en las minas de coltán. «Es una gran paradoja y hasta es hipócrita que vivamos en una sociedad hiperconectada donde abunda la información y a la vez vivamos desconectados de cuál es el origen de este bienestar», explicó la periodista Gemma Parellada, autora del reportaje «Viaje a la zona cero del mundo digital». Si voy a un restaurante caro y paladeo esos platos minimalistas, tan de moda, ridiculizo el hambre de muchas zonas del planeta en las que la comida, más que un arte, sigue siendo sencillamente necesaria comida. Si veo en la tele «Supervivientes», donde los del famoseo se someten a la privación, desairo el hambre obligatoria de muchas poblaciones del mundo. Solo donde la comida sobreabunda puede hacerse del alimento una pericia estética o un juego televisivo. Si bebo agua embotellada desatiendo las guerras de la sed. Si lleno el depósito del coche con gasolina, un jeque que lapida adúlteras se enriquece en Dubai. Si participo de las redes sociales, cedo mi privacidad a un Estado que, bajo el barniz de la tolerancia, se vuelve cada día más totalitario. Gracias al valiente reportaje danés titulado «The Dark side of chocolate» (2010), de Miki Mistrati, donde se mostró cómo la industria del chocolate consiente el tráfico de niños en las plantaciones de Costa de Marfil, sé que una disculpa occidental, la inofensiva compra de unos bombones para ponerme a buenas con mi mujer, sucede a costa de muchas infancias que se doblan en la selva bajo el peso del cacao, invisibles desde nuestra calma amurallada.

La ciudad del bienestar está rodeada de sufrimiento. El comunista, el conservador, el liberal, y hasta el antisistema, todos participamos de esta injusticia, queramos o no. Vivimos en una sociedad hipócrita. Somos parte del mecanismo. Nuestro bienestar descansa sobre los ayes de los pueblos menos favorecidos. Somos genocidas involuntarios que beben Coca-cola y tuitean sobre la mediocre actualidad política de puro aburrimiento. Sensibles con lo lejano, mientras sea lejano, aliviamos la concienca con proclamas humanitarias en Facebook y firmas en Change.org. Pero todo alrededor conspira contra nosotros. Nuestra sensiblería no nos absuelve. Somos la minoría privilegiada.

Hace poco, en París, Mamoudou Gassama, oriundo de Malí, África, salvó la vida de un niño de cuatro años que pendía de un balcón. Actos como el suyo, y otros menos difíciles, como dar los buenos días o abrirle la puerta a una vecina nonagenaria, son el único jarabe en la sociedad culpable. Es el amor concreto, sin alharacas, lo que puede combatir nuestra pandémica injusticia. Pequeños gestos en los que nuestro hipercalórico yo concluye en un tú y crea una onda expansiva. Un contagio necesario. Porque la bondad es contagiosa. Todos, cuando vemos la bondad, sentimos un deseo de aprehenderla. Yo creo que no es necesario cambiar el sistema, sus instituciones. Lo que ha de cambiar primero es el hombre y la mujer, sus moléculas. Lo demás, a partir de la primera onda en el agua enlodazada, vendrá por añadidura.

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