THE OBJECTIVE
Antonio Jiménez-Blanco

La trama ideológica del populismo: una lectura de Nostalgia del soberano

Ese contexto, bien evidente y sobre el cual se han escrito bibliotecas enteras, es el que enmarca el ensayo de Manuel Arias Maldonado que lleva el título feliz de Nostalgia del soberano (La Catarata, 2020)

Zibaldone
Comentarios
La trama ideológica del populismo: una lectura de Nostalgia del soberano

Es un hecho notorio que, en los últimos diez años, los europeos (y no sólo en ese período ni sólo ellos, pero siempre hay que acotar en el tiempo y en el espacio) hemos sufrido tres sacudidas monumentales, de las cuales, si por ventura un día salimos, no lo haremos indemnes, ni en lo institucional ni, menos aún, en lo que tiene que ver con la subsistencia de las mentalidades (y de los ideales) que hasta ahora se habían tenido por aceptados de manera mayoritaria. Los Gobiernos nacionales, siempre democráticos en el sentido de representativos, se han visto incapaces de hacer frente a las cosas, así se pudieran adscribir, según la cartografía tradicional, a derecha o a izquierda: daban la impresión de estar aquejados de una suerte de parálisis, de manera que la promesas electorales -la esencia de las campañas y de la vida política occidental- resultaban imposibles de cumplir y no sólo con carácter circunstancial. Y la Unión Europea, hija de una CECA diseñada en los años cincuenta del siglo pasado como una entidad tecnocrática, en el sentido de despolitizada y deliberadamente ajena a los intereses más cercanos y por eso menos respetables, ha visto cómo le afectaba de manera fatal el mismo virus. La opinión pública asiste, en suma, a algo parecido a un fallo multiorgánico: no sólo es que Madrid, o el mismísimo Berlín, han perdido toda capacidad operativa y sus gobiernos se han visto reducidos al triste y pasivo papel de espectadores frente a una realidad que los sobrepasa, sino que también Bruselas se muestra alcanzada por el gas mostaza: tomar una decisión (la que sea, buena o mala, guste o no) se ha convertido en algo tan fatigoso como en la época del régimen polisinodial de Felipe II. Los importantísimos poderes que las normas atribuyen a unas u otras instancias se quedan en el papel porque, a la hora de ejercerlos, a todo el mundo le entra lo que en la Andalucía profunda se llama «el paralís».

Ese contexto, bien evidente y sobre el cual se han escrito bibliotecas enteras, es el que enmarca el ensayo de Manuel Arias Maldonado que lleva el título feliz de Nostalgia del soberano (La Catarata, 2020). La soberanía ha dejado de existir (no sólo es que está repartida, sino que ni tan siquiera las porciones resultan mínimamente operativas) y, como siempre que algo se va (o interiorizamos la sensación de que lo tuvimos y lo hemos perdido), lo que a uno le sacude es la nostalgia, de la cual forma parte la idealización del pasado (el mito del paraíso terrenal, para entendernos) y, ahora también, el miedo al futuro: y es que, de los dos escenarios cristianos, el último, el del juicio final en el que habrá quien finalmente se salve, no ha sobrevivido. Todo va a ser tan horrible como lo cuenta el Apocalipsis. De ahí que se quiera volver a Adán.

La trama ideológica del populismo: una lectura de Nostalgia del soberano
Foto: Editorial Catarata

La primera de esas tres sacudidas es, por supuesto, la de la crisis económica, iniciada en USA en 2008, o incluso en 2007, pero que acabó cebándose con Europa a partir de 2009, al hilo de los números reales de la hacienda pública de Grecia, que ponían de relieve que se trataba de un deudor incapaz de honrar sus compromisos. El escenario no resultaba insólito en la historia (las reestructuraciones, con el nombre histórico de «arreglos de la deuda», y con el típico contenido de mezcla de quita y espera, forman parte de la historia de la economía), pero se encontraba agudizado por el hecho de que hubiera una moneda única europea y además con un diseño institucional malo a rabiar. Y, como suele suceder cuando a la fuerza ahorcan, se alcanzó un compromiso, que entendieron ambas partes (las de la reforma protestante, el norte acreedor, pero también los otros, los griegos deudores: lo más opuesto del mundo, porque desde Sancho Panza sabemos que hay sólo los linajes, el tener y el no tener) como una derrota. Los primeros -los escandinavos, en particular- han pagado el precio de ver que sus sociedades han generado partidos abiertamente euroescépticos, cuando no del todo eurófobos, con una ideología que recoge esa amalgama que hoy llamamos «populismo» pero, por añadidura, con la retórica de radicalismo democrático en la que viene envuelta. Y, en cuanto a los segundos, los sureños, tres cuartos de lo mismo, aunque con sus propias hechuras. Los nacionalismos son siempre iguales a sí mismos y la Comisión Europea tiene todos los boletos para encarnar, por su lejanía física (Bruselas, como Madrid para los catalanes, son lugares brumosos, al modo del averno), el papel de perverso: el chivo expiatorio que siempre hace falta. 

La segunda de las crisis vino con la avalancha de inmigrantes sirios que, en el verano de 2015, huían despavoridos de la guerra civil de su país. Iban a Alemania, pero antes tenían que pasar por Grecia y por Hungría o por Chequia, a quienes se intentó imponer unas cuotas que dieron lugar a una desobediencia explícita. Lo que dividió ese segundo cisma no fue el  norte y el sur, sino que separó el Este -los países de paso- y el Oeste -los de destino-, como en el desencuentro de Miguel Cerulario en 1054, aunque ahora sin el bizantinismo del filioque.  Lo sucedido en la plaza de la catedral de Colonia en la brutal noche de Silvestre de ese mismo año 2015 terminó de desatar el pánico («no sólo nos invaden, sino que violan a las mujeres»), que terminó dando lugar, en junio de 2016, a que el pueblo británico, sensible a esas cosas desde la invasión normanda de Guillermo el Conquistador en 1066, votara irse. Con las palabras que ya conocemos: «Take  back control», porque la burocracia de Bruselas se mete en nuestras vidas y demás cantinelas, siempre, de nuevo, con el radicalismo democrático y la idealización del pasado en el papel de coagulantes de una mentalidad que las redes sociales no cesaban de propagar viralmente, como se dice ahora.

Y, hablando de virus, lo tercero (y que el autor del libro no pudo recoger) ha sido, sobre todo, a partir de marzo de 2020, el COVID-19[contexto id=»460724″]. Que, aparte de las bajas humanas, en las primeras dos semanas de dicho mes se llevó por delante el 40 por ciento de la capitalización de las Bolsas, que se dice pronto. Los Gobiernos nacionales, que primero intentaron ocultar información para minimizar las cosas,  han pasado luego, cuando la situación les ha desbordado, a dar palos de ciego y de las autoridades europeas no puede decirse nada mejor: la nueva Presidenta de la Comisión, Úrsula von der Leyen, despertó muchas ilusiones al inicio (había que abrir una etapa mejor), pero, como suele suceder cando se quiere cerrar un período y al nuevo se le dispensa la mejor bienvenida sólo porque es nuevo, la frustración ha venido pronto y con estrépito.

En suma, el resultado es que (guste o no, que ese es otro debate: el autor de esta glosa no tiene reparo en contar, que, a su entender, es un bien y no un mal: los profesionales del poder no se han ganado el derecho a que uno vea con agrado que ganen espacios de decisión) los políticos disponen de menos margen de maniobra cada día: en parte porque los países están (todos) muy endeudados y en parte porque la opinión  pública dispone cada vez de focos más potentes. Y no pasa una. Y eso sin contar con que los «sistemas multinivel» -regionales, federales o como se llamen- se rigen por unos criterios de distribución de competencias que resultan poco o nada inteligibles para la racionalidad jurídica convencional. A lo que hay que añadir que una actividad que tradicionalmente era propia del gremio de los gobernantes y que se mostraba muy agradecida, la de hacer obras públicas, cada vez se presenta más difícil porque las evaluaciones ambientales, hijas a su vez de la sensibilidad social, se muestran muy exigentes. La típica foto del alcalde cortando una cinta al inaugurar una carretera es casi una reliquia del No-do. Que vaya imponiéndose la pinza populismo / nacionalismo, ahora en su versión siglo XXI, parece tener mucho de inexorable. De momento Alemania y Francia se van salvando, pero tendremos elecciones al Bundestag en septiembre de 2021 y al Elíseo en la primera de 2022. A ver.

La trama ideológica del populismo: una lectura de Nostalgia del soberano 1
La Bolsa de Frankfurt. | Foto: Kai Pfaffenbach | Reuters

El libro de Arias Maldonado forma parte de los muchos que, en todos los países de Europa y del mundo, se preguntan por las causas del rebrote del nacionalismo (en plena era de la globalización) y en particular en su versión que conocemos como populista. Las respuestas -el malestar social, que los franceses llaman malaise y los alemanes Unbehagen: dos palabras con muchísima historia- las pretende encontrar el autor en lo que da nombre al trabajo. Hay «nostalgia del soberano», así fuera cierto que ese soberano tuviera alguna vez existencia real o, por el contrario, se trate de un mero producto de la fabulación, de lo cual la Cataluña independiente anterior a 1714, fruto de una concepción disparatada de la identidad lingüística y de un victimismo igualmente carente de toda base, constituiría el ejemplo más paranoico pero no el único.

Arias Maldonado nos introduce en materia relatando los escenarios de dos referéndums, el de Grecia de 2015 -curioso que a un deudor se le consulte si quiere cumplir sus obligaciones, por cierto- y el citado del Brexit[contexto id=»381725″] de un año más tarde, que abrió un proceso de divorcio que ha resultado todo lo difícil y doloroso que conocemos, empezando por la fragmentación de la propia sociedad británica. Y el autor interpreta esos hechos -la constatación de que la soberanía  de los Estados (entendida como «el poder para actuar con autoridad exclusiva en el interior de un espacio físico delimitado jurídicamente») no ha desaparecido del todo, pero cada vez pinta menos- para explicar la nostalgia de ella, aunque, como es natural, en una versión renovada: «A diferencia de sus encarnaciones clásicas, el impulso soberano contemporáneo suele recurrir a la voluntad popular democrática y no a la idea del soberano individual, legitimado por ascendencia divina, sin perjuicio, dicho sea, de que el hombre fuerte de la tradición caudillista pueda aparecer, en el marco de un pluralismo exacerbado, como solución plebiscitaria para un  estado -percibido- de excepción».

Y de ahí también que la sociedad, que siempre ha celebrado la desaparición de las barreras físicas -derribar las murallas supuso para las ciudades una verdadera liberalización incluso en el plano puramente emocional: en la ciudad de San Sebastián, por ejemplo, hay una calle que conmemora el hecho y se llama precisamente «calle del triunfo»- haya cambiado de opinión para pasar hoy a exigir que se vuelvan a poner en pie todo tipo de muros. Ya fuera de Europa, llama la atención que, para Trump, por ejemplo, el que ha de servir de separación con México se haya convertido en todo un hito: el eje de un discurso que entusiasma a unos votantes cada vez más hostiles a la globalización, al menos en su vertiente de libertad de las personas más elemental, la de entrar y salir.

Realiza después el autor un ejercicio de lo que los alemanes llaman Begriffsgeschite, o historia de los conceptos, en el sentido de Koselleck  y aplicado a la soberanía, en la línea de lo que hace unos años hizo por cierto Joaquín Abellán. Se contiene ahí una síntesis de lo que sería una verdadera historia de las ideas políticas en la que no falta nadie del who is who: Bodin (1576), y Hobbes (1651), por supuesto, como, ya poniendo como titular al pueblo, Locke, Rousseau, Kant y Sieyès. Y con Westfalia (1648) como marco conceptual, siempre, por cierto, con unas interpretaciones muy de la mano de Carl Schmitt. Para concluir subrayando que si «la relación entre soberanía y democracia está marcada por la ambivalencia», es, entre otras causas, por «la herencia teológica que la figura del monarca soberano lega a la posteridad democrática». En el bien entendido de que, como bien indica el autor incluso al hilo del mismísimo Bodin, todas estas teorizaciones (a las que subyacía una u otra versión de la teoría del pacto social) presentaban un punto de mero ideal o incluso de leyenda, porque la realidad se muestra –siempre, no sólo ahora-tozuda y le pone límites a todo el mundo.

Pese a su brevedad, es particularmente enjundioso y original el capítulo que el autor dedica a la voluntad general y su apropiación populista. Sobre todo, en cuanto tiene de desmitificación de la línea, supuestamente racionalizadora, explicada en el capítulo anterior: los nostálgicos del soberano -los populistas, para entendernos- denuncian que la voluntad general está por así decir secuestrada o al menos condicionada por el liberalismo y  de lo que se trataba ahora es de redimirla o, si se prefiere decir con terminología de las órdenes religiosas, de restaurarla en su pureza inicial.

Para rastrear las raíces teológicas de la voluntad general, Arias Maldonado se remonta a las diatribas de Agustín de Hipona contra su antiguo amigo Pelagio y también a las polémicas entre jansenistas y jesuitas. Para más tarde ir al pensamiento mítico (de la mano, cómo no, de una cita literal de Cassirer: «En todos los momentos críticos de la vida social del hombre, las fuerzas racionales que resisten al resurgimiento de las viejas concepciones míticas, pierden la seguridad en sí mismas. En estos momentos, se presenta de nuevo la ocasión del mito») y ello porque, aunque no se quiera reconocer, «la política siempre vive bajo un volcán». Y así concluir con la noción de pueblo que maneja el populismo y denunciar su carácter de (nueva) ficción, por tratarse sólo de una parte del todo. El autor se apoya ahí (aparte, por supuesto, de Schmitt, que en el texto, se reitera, está omnipresente) en pensadores más recientes y que, por eso mismo, todavía gozan de menos reconocimiento fuera de los círculos especializados: Jan Werner Müller, Alicia García Ruiz (el concepto de pueblo es «uno de los más resbaladizos y proclives a la distorsión de cuentos ha concebido nuestro vocabulario político»), Edmund Morgan («El Gobierno exige ficciones. La ficción de que el rey es divino, la ficción de que no puede equivocarse o la ficción de que la voz del pueblo es la voz de Dios. La ficción de que el pueblo tiene una voz o la ficción de que los representantes del pueblo son el pueblo») y finalmente Margaret Canovan («Los norteamericanos fueron los primeros en alcanzar el gobierno popular en la época moderna, y en consecuencia los primeros en experimentar esta desilusión, la sensación de que el gobierno del pueblo había escapado de alguna manera al control del pueblo»). Esto es eso que los franceses llaman la historia de las mentalidades: lo que piensa, quizá de manera inconsciente porque está en un estadio cerebral tan profundo que ni nosotros mismos somos conscientes, la gente del común.

La trama ideológica del populismo: una lectura de Nostalgia del soberano 2
Una escultura de Hegel en un museo de Weimar, Alemania. | Foto: Jens Meyer | AP

Pero el ensayo de Arias Maldonado se ocupa también de la relación de nuestro presente con el futuro. Su punto de partida, cómo no, es la filosofía de la historia de Hegel –«el más acabado mito de la ilustración»- y su deriva marxista, en lo cual también se rebuscan con toda profundidad sus raíces teológicas. El fondo del debate es muy conocido y arranca del hecho obvio de que las utopías -en teoría, el hiperracionalismo llevado al límite- se han estrellado de bruces con la realidad (sobre todo, el comunismo) y ya no se dispone de ese horizonte intelectual de ilusiones. Pero ello coexiste con una aceleración tecnológica espectacular, mucho mayor que la de, por ejemplo, la época de Julio Verne. Y que sin embargo la profecía suele asociar a visiones tremendistas, sobre todo en lo que concierne a los puestos de trabajo, a reemplazar cada vez más por robots.

El autor se detiene en los pensadores del siglo XX, sobre todo alemanes, algunos de ellos ya clásicos, como Karl Löwitz (discípulo de Heidegger y luego su crítico más acervo), Hens Blumemberg o, en una generación posterior, y todavía vivo y activo, aunque en Stanford, Hans Ulrich Gumbrecht. Y bien que les extrae su jugo, que es muchísimo. Para volver a insistir en que, una vez más, el origen se encuentra  en la teología (la teología cristiana, por supuesto: la del reino feliz de los tiempos finales, que diría Manuel García-Pelayo) y concluir recordando que todo se sigue apoyando en que vivimos en un mundo sufrido pero  queremos pasar a un mundo querido y el mercado de ofertas políticas continúa consistiendo cabalmente en eso: «Las complicaciones son evidentes, puesto que la promesa sigue siendo la forma primaria de relación de los partidos con sus votantes: la política es la palanca que debe convertir lo sufrido en querido. No obstante, el estímulo electoral de la promesa se ve acompañado por una denigración tremendista del presente que hace aún más difícil la difusión de una idea serena de la historia y del progreso. Así que nadie sabe qué aspecto podría tener una política del presente, ni parece que ese ejercicio de sobriedad pueda llevarse jamás a término. Máxime cuando seguimos creyendo, como demuestra el propio repliegue soberano, que la política -si quiere- todo lo puede».

Y sucede que ese no es el caso. No hoy, desde luego, pero tampoco en las épocas supuestamente doradas de la soberanía y que ahora miramos con el arrobo que es propio de lo que hemos llegado a idealizar.

Es bien expresivo del punto de vista de Arias Maldonado que se ocupe asimismo de lo que denomina expresivamente «las impotencias políticas». El discurso sobre los límites de la democracia es tan antiguo como la propia democracia o incluso más, porque el que se suele tener por causante -el capitalismo- tiene mayor veteranía. Pero ahora, con la crisis económica de la última década, sobre todo en los países del sur de Europa, ese relato  ha ido sumando adhesiones: son Estados deudores por encima de ninguna otra consideración y ya se sabe que hablar de deuda soberana constituye un oxímoron y además he aquí que en esa expresión, al contrario de lo que suele suceder, el sustantivo (la deuda, o ser deudor) es mucho más importante que el adjetivo, la soberanía, que no sólo constituye un atributo meramente formal sino que además ya no consiste en el poder de acuñar moneda, que Bodin entendía como una de las famosas marques de la souveraineté.

Aunque el autor sigue apoyándose sobre todo en Carl Schmitt, en este punto concreto no se olvida de Hanna Arendt. Y dedica mucho espacio a explicar que, guste o no, la política se caracteriza por la impotencia y además desde siempre: la hay originaria (» inmanente», que diría un alemán), porque «es incapaz de alcanzar todos los fines que podrían sugerirsele» y también «sobrevenida», como consecuencia, para decirlo con pocas palabras, de la mayor complejidad de nuestro tiempo: la globalización, la digitalización y la interrelación de las naciones, si es que acaso resultan disociables entre sí, consisten precisamente en eso. Y las buenas gentes de Münster y Osnabrück de 1648 no podían habérselo imaginado.

La respuesta del autor consiste, en esencia, en manifestarse realista, en rendirse ante lo que es la evidencia, si queremos decirlo así. Si acaso esa golden age de verdad existió, que está por ver, fue algo efímero y circunstancial, de suerte que no hay que sorprenderse (ni llorar) por su desaparición: “¿Y no tendrá más sentido concebir el período de relativa plenitud westfaliana como una anomalía antes que como una norma?». La pregunta es retórica y el propio autor despeja la duda: «Que la autoridad estatal sea capaz de controlar su cuerpo social con apariencia de eficacia sólo fue posible bajo determinadas condiciones, que en esencia pasan por una reducción forzada del pluralismo y una contención no  menos artificial de la complejidad. Ni siquiera el vasto poder de que disfruta el Gobierno chino sirve hoy para lograr ese objetivo, que sólo parece al alcance de los dirigentes de países más pequeños y represivos, donde, como sucede en Corea del Norte o Cuba, el control centralizado de la economía sirve de freno al desarrollo material: autoritarismos westfalianos en un mundo postwestfaliano». Y es que acaso la mejor receta para no caer en el desengaño -la palabra por excelencia del barroco- consiste en evitar haberse dejado engañar.

Se trata, finalmente, de pasar a la reconstrucción de aquello que puede resultar razonablemente reconstruible, partiendo del hecho obvio de que las sociedades, aunque se puedan parecer cada vez más entre sí –Spain is no more different, como luego se explicará-, se encuentran internamente muy pluralizadas o, si se quiere, fragmentadas. Lo que no significa ignorar que de la realidad forman parte también las ficciones -y en toda identidad territorial, que es una abstracción, se embosca mucho de ella-, que siempre tienen un componente de fantasía. Acabar con el pluralismo, aun si acaso resultase deseable -es el propósito de los nacionalismos-, no resulta sencillamente posible. Hay que comenzar rebajando las expectativas a depositar en las verdaderas capacidades de la política, lo que significa empezar por admitir que la política «no tiene por objeto hacernos felices ni es responsable de nuestras frustraciones personales, sino que tiene encomendada la tarea de crear aquellas condiciones que nos permitan convivir pacíficamente con los demás».

Se quita así Arias Maldonado la careta de la asepsia y pasa a transparentar sus valores– con unas líneas que consisten en un canto no a la democracia (¿quién gobierna?) sino al liberalismo (¿cómo gobierna? y sobre todo ¿qué no puede hacer?). De la distribución de los poderes, sea en lo funcional o en lo territorial -horizontal o vertical, según los términos geométricos a que somos tan caros los juristas- se predica, como el ideal de nuestro tiempo, que «debe garantizar la participación política de los ciudadanos en la formación de las normas», así como, sobre todo, «la libertad de cada uno de ellos para desarrollarse personalmente en el marco de una autonomía personal relativa: condicionada por la igual libertad de los demás». Adicionalmente: “(…) por más que los ciudadanos defiendan concepciones del bien incompatibles entre sí, todas ellas habrán de ser compatibles con el sistema democrático que hace posible -de hecho, imperativa- su coexistencia. No se trata de poner el énfasis en el célebre e pluribus unum que sirve de lema a la democracia norteamericana, de muchos, uno. Hay que darle la vuelta a la fórmula para fijarnos en el ex uno plures que constituye su reverso: de uno, muchos. O sea, la pluralidad de todos en el interior de una democracia que no tiene más remedio que ser soberana y, sin embargo, sólo acepta ser soberana de una manera”.

Manuel Arias Maldonado
Foto: The Objective

Estamos ante un trabajo que ha sido elaborado junto con otros muchos, en España y sobre todo fuera de ella, sobre la misma materia, porque su objeto es, como dicen los periodistas, de candente actualidad. Y su elaboración exige tener un talento por así decir desdoblado: conocer los clásicos del pensamiento (entre ellos, por supuesto, los del siglo XX, que ha sido muy rico intelectualmente) y también estar al corriente de lo que se cuece en el hervidero de la realidad. En esa línea, nada sencilla, se mueven estos estudios (por ejemplo, “Estados nerviosos”, del británico William Davies, con el subtítulo de “Cómo las emociones se han adueñado de la sociedad”, cuya traducción española acaba de ver la luz, por poner sólo un ejemplo) y lo primero que hay que decir del libro de Arias Maldonado es que está, como mínimo, al mismo nivel, intelectualmente hablando, que el mejor de todos ellos. Si Spain is no more different es no sólo porque los males han dejado de ser privativos nuestros (beans are cooked everywhere), sino también porque tenemos unos intelectuales y académicos absolutamente intercambiables (como poco, se insiste) con los de otros lugares, por mucho que los rankings de las Universidades digan otra cosa.

Libro, en suma, denso (nadie pretenderá que su lectura se pueda hacer a la ligera) y además muy bien escrito. El autor no es un novel (su “La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI”, del ya remoto 2016, fue lo que lo lanzó al estrellato) y de este trabajo puede decirse que constituye una obra de madurez.

¿Discrepancias? ¿Cosas que uno hubiese escrito de otra manera o que hubiese enfatizado más (o a la inversa)? Estamos en el terreno menos dogmático del mundo (y más cambiante: el trabajo se cerró en 2019 y por tanto no recoge nada del coronavirus, que puede terminar produciendo consecuencias profundas sobre las instituciones y más aún sobre las mentalidades sociales) y siempre cabe puntualizar o discutir tal o cual punto: sólo faltaba. Quizás, por decir algo, cabría indicar que el autor, en las páginas iniciales (sólo entonces), comience dejándose llevar por los conceptos tópicos de izquierda y derecha (como todo el mundo) y lo hace sin haberse tomado la molestia de advertir que, lejos de ser términos neutrales, el pensamiento dominante los tiene ideologizados: lo uno es bueno y lo otro es malo, sea cual fuere su concreto contenido (“el celofán hace el mensaje”, que dice Félix Ovejero). El independentismo catalán, populismo de la peor especie y cuyos métodos de domesticación social merecen estar en la historia universal de la infamia, ha conseguido colarse de rondón en el primero de tales términos y entre todos habría que ponerse como empeño poner los puntos sobre las íes para que algún día se acabase llamando al pan pan y al vino vino.

Es un reproche mínimo y que tiene por objeto tan sólo una omisión (y no mayor en el contexto de un trabajo de tanta profundidad). Que el lector de los cuatro garabatos que componen este comentario no se deje llevar por esta última observación mía, porque el libro es espléndido y uno aprende muchísimo sobre eso que Ortega llamó “el tema de nuestro tiempo”, que no es otro que ese: saber analizar las nuevas utopías que (como consecuencia de la acumulación de fenómenos nuevos, en lo tecnológico sobre todo, y la ausencia de respuesta por el establecimiento) están surgiendo por doquier para terminar llegando a diseccionar lo que en ellas hay de vértigo (lógico) ante un mundo cada vez más ancho y ajeno, por un lado, y, por otro, lo que por el contrario no pasa de ser una versión remozada (y, en ocasiones, eso sí, con un poco menos de aspereza en la presentación de la mercancía) de la vieja chatarra.

Arias Maldonado entra con este libro -que, se insiste, no resulta ideológicamente neutral- en la lista, noble donde las haya, de los historiadores del totalitarismo, aunque en su vertiente preventiva, o sea, los que no son propiamente historiadores, porque lo que hacen es explicar lo que está pasando y exponer -sea como vaticinio, sea como exorcismo- los males que nos aguardan: Casandras redivivas. El mensaje de fondo es nítido: no sólo la política resulta infecciosa sino que las religiones laicas acaban siendo aún más malas que las tradicionales, porque han heredado lo peor (las coacciones y las ensoñaciones) de las primeras y encima a cambio de nada o muy poco. Puestos a ser nostálgicos, quizá aquello, pese a todo, tuviera incluso sus ventajas.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D